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Franco se cita con la Historia

Los periodistas amigos del adjetivo suelto, tanto los nuestros como los extranjeros, han calificado la exhumación de los restos de Francisco Franco de jornada histórica. Parece exagerado, dado que solamente ha generado un par de ediciones en los informativos televisivos y las portadas del día siguiente. En unas cuantas horas más, llegados al fin de semana con jornada de fútbol, el gesto ideológico que la democracia española le ha dedicado a su último dictador habrá caído en el olvido. Así que no tan histórico.

Como el acontecimiento -de inevitable repercusión mediática- se ha producido con unas elecciones generales en el horizonte, todos los partidos han sobreactuado en torno a Franco. Pero además de reaccionar de modo diverso, los políticos han interpretado la exhumación muy a su gusto.

A Vox, por ejemplo, se le han visto todas las costuras neofranquistas que hasta la fecha no exhibían con galanura; el traslado del Valle de los Caídos resitúa a Abascal, Gil Lázaro y compañía en el escenario melancólico del pasado. Los nacionalistas catalanes, todo lo contrario, han creído ver que el actual régimen español le rendía un funeral de Estado al Generalísimo, tal vez para rememorarle ahora que consideran a España represora de las autodeterminaciones periféricas. De ahí que el rifirrafe dialéctico en el Parlament de Cataluña entre el portavoz del Govern y el del PSC haya sido tronante.

Por su parte, Albert Rivera y Pablo Iglesias, en plena caída según las encuestas, han proferido apreciaciones igualmente durísimas. Siguen distanciándose de la moderación, donde en cambio lleva tiempo acampado Pedro Sánchez con su guardia pretoriana -Iván Redondo, Carmen Calvo y José Luis Ábalos-. Un espacio al que también se dirigen, por diversos caminos, Pablo Casado y sus nuevos amigos marianistas, así como Íñigo Errejón. Dicho camino se llama Vía Abstencionista, aunque algunos sueñan con la Autopista Gran Coalición. Y eso sí sería un acontecimiento histórico en un país tan maniqueo como el nuestro desde la guerra dieciochesca de Sucesión.

Otros sondeos sobre la propia exhumación dan cuenta también de la polarización española: un cuarenta y pico por ciento estaban a favor de la misma, frente a cerca de un cuarenta, en contra. Los analistas, de modo prematuro y simplificador, hablan de pervivencia del franquismo sociológico. Iglesias, más furibundo, dice rememorando a su querido Gramsci que el franquismo sigue incrustado en el Estado y en los poderes económicos.

Habida cuenta que el Caudillo murió y tuvo su primera inhumación hace 44 años, cuesta creer en esa realidad sumergida de cariz neofranquista. Solo un 25% de la población española actual había nacido cuando Franco faltó. Y a lo largo de toda la época transcurrida las voces que trataban de releer y reescribir amablemente la figura de Franco apenas se han hecho visibles en nuestro país.

El nacionalismo español, que no Franco, es lo que sí lleva un tiempo en periodo de gestación y resurrección. Es la respuesta lógica al catalanismo irredento y desleal. Pero igualmente constituye la normalización de una anomalía que se había convertido en tradicional: la desafección de los españoles sobre la idea y los símbolos de su propia nación. Puesto que España era un problema según expuso la Generación del 98, que solo produjo dolor para la del 27, y dado el secuestro de la españolidad por parte del franquismo, todos vieron muy natural durante la transición y el desarrollo de la democracia que no convenía españolear en exceso.

Pero aunque la exhumación no haya sido histórica porque en realidad apenas movilizó a unos doscientos nostálgicos en el apacible camposanto del Pardo, lo que sí han podido comprobar los españoles es que la Historia -en mayúsculas, como proponen los anglosajones- se reescribe de forma continua.

Lo que hemos constatado es que la Historia no es una fuente de la que emana la verdad, inexistente por lo demás, ni está dictada por los dioses, las grandes gestas o las fuerzas motoras de la lucha de clases. La Historia deviene una narración que, generalmente, dictan los que la ganan a los que la componen pero que se va reescribiendo sin cesar generación a generación de historiadores y divulgadores.

Los antiguos egipcios borraban los nombres de los faraones en los cartuchos que inscribían cuando estos perdían el trono de mala manera, un olvido provocado que miles de años después la arqueología ha restituido. Los griegos, de otro modo, hicieron ver al mundo que la geografía, la razón y los avatares de las guerras ordenaban el curso de la Historia. Cristianos y marxistas creyeron ver en ello, en cambio, un designio hacia un paraíso como última etapa de la Historia, mientras los teóricos de la posmodernidad capitalista -Francis Fukuyama y otros- anunciaban un final yuppie y desacralizado para este mundo, amenazado unos pocos lustros más tarde, según parece, por un colapso medioambiental inminente.

Pero aquí estamos, 44 años después, trasladando a Franco, el único dictador junto a Stalin al que le han cambiado el mausoleo grandilocuente por una cripta discreta. Pero esto ya no lo contará un historiador de la épica cualquiera sino otro dedicado a estudiar los cambios mentales en el devenir de la vida cotidiana.

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