Es cierto que las actitudes se configuran en función de las expectativas y, en esta ocasión, éstas tenían que ver con la sentencia esperada, la rebelión, que no coincidió con el fallo final, la sedición, y el añadido de no admitir las cautelas requeridas por la fiscalía en relación con el régimen penitenciario transferido.

Un sabio me advirtió de que lo que vino después habría ocurrido igual, fuera cual fuera la cuantía de las penas, incluida la absolución de los encausados, porque los imagineros de la insurrección, clandestinos, profesionalizados, radicales, siempre habrían encontrado motivos (larga prisión incondicional, juicio injusto) para justificar la anarquía. Prima la reincidencia («lo volveremos a hacer») sobre otras consideraciones y todo se andará.

La sentencia, que contempla penas más benévolas de las esperadas, tuvo una respuesta («que se metan el indulto por donde les quepa») urgente, violenta y multitudinaria, que no se compadecía con el escaparate reservado por el secesionismo a una audiencia internacional desfalleciente. Así que la guerrilla urbana que asaltó las leyes destrozó sine die la pretensión pacifista.

Al facilitar el arqueo de los disturbios, el ministro del Interior en funciones, Fernando García-Marlaska, tratando de desescalar el conflicto, acotó la crisis a «un problema de estricto orden público, como el que viven otras grandes democracias de nuestro entorno».

La semana infernal arrojó un balance de 288 agentes heridos; 339 personas heridas y atendidas; 194 detenciones; 18 ingresados en prisión; 267 vehículos dañados; 1044 contenedores y 180 papeleras quemados; 57 árboles quemados o con la copa afectada; 290 jardineras; 299 incidencias en el Metro por actos vandálicos; 6,400 m2 de pavimento arrancados; semáforos, parquímetros, marquesinas de autobuses y otros destrozos en el mobiliario urbano, en cuantía a determinar.

A la luz de estos hechos, es evidente que hubo y subsiste un problema de orden público, pero esto es sólo el síntoma externo de una grave enfermedad que está dañando la convivencia. Porque hay otros sumandos a tener en cuenta: el miedo, la inseguridad y la incertidumbre de esa mitad de catalanes instalada en el desencanto y la apatía, que vive entre el amedrentamiento y la coacción y que piensa que hay muchos violentos que se creen superiores a los demás y muy poco Estado que pare la orgía mística separatista.

Ante la duda, que pregunten a los comerciantes que han visto mermados sus ingresos, a los empleados que, al no poder acudir a sus puestos de trabajo, no les han pagado ese tiempo o a los hoteles y restaurantes que han recibido las cancelaciones.

Mientras, el resto de españoles no podía dar crédito a lo que realmente se ha producido: una insurrección, televisada ad infinitum. Unos y otros han presenciado, con asombro e indignación, cómo se perturba el orden constitucional, se pone en cuestión la unidad de España, se incumplen las leyes y se desacata a los tribunales, en una situación que nadie comprende cómo puede ser consentida.

El ex juez, sin dejar de reconocer que «la convivencia entre catalanes es realmente la cuestión que está o subyace a todas esas circunstancias», consideró que el caos se tenía que resolver con la legítima actuación de las fuerzas de seguridad (apremiadas a conducirse con una mano atada a la espalda), aislando y actuando específicamente contra los violentos.

De esta manera, el Gobierno descartaba la adopción de medidas excepcionales como reclamaban los partidos a su derecha (disolución del Parlament al amparo del 155, aplicación de la Ley de Partidos Políticos a las formaciones vinculadas con violencia urbana o tratamiento de las agresiones a las fuerzas policiales como actos de terrorismo).

En el caso de que el Gobierno, encargado de velar por el respeto a la legalidad y el mantenimiento del orden y confrontado a la inminencia electoral, siga instalado en amonestaciones verbales, no cabe descartar que sean los votantes quienes acusen recibo en las urnas.

El ministro pidió a la jefatura secesionista una condena a la violencia, así como la solidaridad con las fuerzas policiales. No se produjo una respuesta, «firme, clara, rotunda, sin matices, sin adjetivos ni medias tintas, sin equidistancias» como la solicitada, ni se mostró empatía con los que se han jugado el pellejo (Mossos, Policía Nacional, Guardia Civil). Bien al contrario, se ha exigido una comisión de investigación para que se expediente a los responsables, de no sabemos qué actuaciones, durante los tumultos.

Los más interesados en evidenciar la metamorfosis del catalanismo constructivo en independentismo rupturista, lo hacen con un lamento, genuino, insistiendo en la actitud hostil que han encontrado en todos los frentes: cultural, político, social, económico-financiero, mediático, policial y judicial. Aunque no añaden ingredientes esenciales, aquí podrían encontrarse razones agregadas, que desbordan la consideración del orden público.

Cuando han pasado pocas horas desde que se apagaron las últimas hogueras, la última galardonada con el premio nacional de narrativa ha dicho que «es una alegría que en Barcelona haya fuego en vez de tiendas abiertas» y a los partidos secesionistas les ha faltado tiempo para anunciar que ignorarán las advertencias del Tribunal Constitucional y debatirán «todos los asuntos que interesan a la ciudadanía, incluidos el derecho a la autodeterminación, la reprobación al Rey o la soberanía».

Consciente de que el desafío a las instituciones del Estado no puede saldarse con desistimiento, el presidente del Gobierno, tras exigir al presidente de la Generalitat reconocer a los catalanes no secesionistas, ha hecho una visita, oportuna, para felicitar a los policías heridos.

Y preguntas inevitables: ¿Sólo un problema de orden público? Si así fuese, no habrían salido medio millón de manifestantes a reclamar la independencia de Cataluña, la libertad de los capitostes y la de los encarcelados bajo acusación, en fase de prueba, de graves delitos ¿Es un desorden público que quien esto exige, la mayor autoridad del Estado en una Comunidad Autónoma, aliente a la población a enfrentarse con ese mismo Estado? ¿Existe en la Europa democrática alguna una región o Estado federal, en que su presidente aliente las protestas, incite a salir a las calles y critique las actuaciones policiales?

El vandalismo no es sólo la secuela de una crisis de orden público, sino más bien el paisaje resultante de la desobediencia, la deslealtad y la legitimación de la violencia, lo que no deja de ser la careta encubridora de una sociedad embargada por el miedo.