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La teoría de la vaca

Aproximadamente dos de cada diez personas en cien kilómetros a la redonda viven en una infravivienda. Es otra forma de referirse a un amplio catálogo de chabolas, barracones, prefabricados o similares, de inmuebles que carecen de agua corriente o caliente, o que no tienen luz o no están conectados con la red de alcantarillado, pero que hacen las veces de casa, en el sentido doméstico de la palabra. Puede tratarse también de hogares donde la gente se hacina, o que están en ruinas, o bien de pisos cuyos inquilinos han sido amenazados de desahucio o sufren malos tratos. Técnicamente no llegan a la categoría de vivienda. ¿Sabían ustedes que el hecho de que alguien sobreviva en estas condiciones le acaba costando a la sanidad pública decenas de miles de millones de presupuesto y que solo con que se destinaran tres euros a mejorar la situación de dichas personas, el sistema recuperaría dos de esos euros que se ha gastado? Algunas teorías insisten en que, aunque tarden más en ver sus efectos, es cien veces mejor invertir teniendo en cuenta la onda expansiva de la inversión, su beneficioso efecto rebote, que ir usando el dinero como apósito, parchear la miseria a medida que asoma. La habilidad que tenemos para sacar beneficio de un negocio no nos ha servido para resolver una de las peores pandemias que amenaza a la especie humana. Los pobres cada vez son más numerosos y por razones cada vez más diversas.

Afortunadamente la ciencia ha llegado donde no acierta a hacerlo nuestra comprensión, para echarnos una mano. La concesión del premio Nobel a varios expertos en la economía del desarrollo eleva la revolución contra la pobreza a la condición de fórmula de laboratorio. Esther Duflo y sus colegas han sometido las políticas sociales a ensayos clínicos muy parecidos a los que utiliza la industria farmacéutica para probar la eficacia de sus medicamentos, y concluyen que dar a los menesterosos una vaca y enseñarles a cuidarla, en vez de dejarles que simplemente se la coman por mucho que se estén muriendo de hambre, mejora notablemente las condiciones económicas de toda una familia. Se supone que esta metáfora vale también para otras partes fuera de la India, el Estado que patentó la figura del paria y del desheredado. Sin embargo dudo de que la pobreza pueda resolverse con ecuaciones y sin necesidad de compasión, de la que carecen muchos mandatarios mundiales.

La parábola de la vaca da que pensar. En Ecuador el impopular «paquetazo» ha desatado una batalla campal con los indígenas. Según las crónicas, el Gobierno no tuvo reparo en gastarse 1.400 millones de dólares al año en subsidios al combustible y ahora, para hacer frente al dispendio, el FMI le exige recortes en el gasto público. Así que su presidente proyecta reformar el mercado laboral para incorporar el contrato temporal y una figura que permite el despido sin indemnización los tres primeros años. «Se acabó la zanganería», advierte el mandatario, que no ve que su solución de precarizar el empleo es pan para hoy y hambre para mañana. ¿Les suena, verdad? Las políticas del corto plazo traen estas consecuencias y basar una economía en subvenciones es como dar una vaca y no enseñar a ordeñarla, porque cuando se tuerce el destino no solo se acaban las ayudas sino que también se reducen las oportunidades de asegurarse una buena calidad de vida.

De reformas laborales en España sabemos bastante; de una en concreto, que también presupone que antes éramos unos vagos. Sin embargo, ni con más tasa de trabajo remontamos los números rojos a fin de mes. Que le concedan tan noble reconocimiento a unos estudios sobre la depauperación de nuestro planeta prestigia el dolor de los desposeidos del mundo, nos hace misericordes. Pero escuchen qué dicen los voluntarios y los responsables de las organizaciones no gubernamentales. Nuestros pobres no resistirán la próxima crisis. Ya sabrían ellos cómo sacarle partido a la vaca, pero no se la quieren dar.

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