El Grau, el puerto de València, ha sido durante siglos un elemento clave para propiciar su desarrollo en una enorme cantidad de aspectos. Desde el comienzo del siglo XV, -aquel del gran crecimiento político, económico y cultural del Reino- la ciudad ya se encontraba -a su través- muy vinculada con los circuitos mercantiles internacionales. Pero fue tras la conquista de Nápoles en 1443, cuando se abrió a un nuevo gran espacio de intercambio. A las necesarias importaciones del trigo de Sicilia se compensaba con la exportación de paños, de derivados del cuero, o del metal. Fue durante aquel periodo cuando la economía valenciana se vio favorecida por la escala en el Grau de las mude venecianas: ristras de galeras que viajaban agrupadas para protegerse, y que desde Siria podían llegar hasta Flandes. Aquí se establecieron numerosas empresas extranjeras que traficaban con manufacturas italianas escogidas, destinadas a la aristocracia local, a la de Aragón o la de Castilla, mientras se exportaban nuestros productos agrarios: arroz, vino, azúcar, aceite y frutos secos. Pero también lanas y cerámicas de elaboración muy cuidada.

Pero el Grau -en realidad, una playa al norte del río, con escasísimas estructuras portuarias- también era el centro de navegaciones de menor escala, con destinos en el sur de Francia, Mallorca, Cataluña, Alicante, y hasta el reino de Granada; comerciando cereales, esparto, carbón, aceite, lana y miel, por medio de embarcaciones más ligeras.

Como es bien sabido, aquel enorme potencial se vio influido por nuevos avatares posteriores: los avances otomanos en Oriente y sus vínculos norteafricanos, por un lado, y la apertura al Atlántico tras los viajes colombinos. Entretanto, el puerto continuó siendo un lugar muy importante de trasiego por el asentamiento en la ciudad de mercaderes de otros países, huidos de sociedades inestables. Sin embargo, los intentos para construir unas instalaciones portuarias modernas fracasaron sucesivamente hasta el siglo XVIII, coincidiendo con el auge de nuestra industria sedera. Pero, a pesar de los numerosos esfuerzos proyectistas (Aza, García de Aguilar, Gómez Marco), su modernización no llegó hasta el final del siglo con el proyecto del ingeniero Manuel Mirallas de 1791, en el que se incluían dos muelles, configurando la dársena.

Es decir, durante siglos, la ciudad estuvo en deuda con el puerto, un espacio -en origen, natural- que se tardó mucho en transformar en un lugar adaptado.

En la segunda mitad del XIX con los nuevos barcos a vapor y con el ferrocarril, el comercio valenciano se recuperó de una ralentización precedente y años después, se procedió a la finalización del muelle de Poniente, y a la construcción del de Levante. Y, ya en el siglo XX se construyeron los nuevos diques. La transformación del puerto en un lugar destinado a albergar el tráfico de contenedores se remonta a 1978 cuando se alcanzaron los 70.000 TEU. Fue en 1990 cuando se ocupó y se rellenó la playa de Nazaret, y ya en 2005 se habían alcanzado los 2.400.000 TEU, de los que 700.000 eran de tránsito. Sin embargo este año se pretenden superar los 5.5 millones. Incremento progresivo debido a la arribada de las grandes navieras, entretanto se proyectó una ZAL en la partida de La Punta.

No parece discutible que la modernización del puerto ha contribuido en este tiempo al desarrollo económico de nuestra Comunidad; tampoco, que mantiene un número elevado de puestos de trabajo y que se ha convertido en un enorme complejo de servicios cuyos proyectos actuales alcanzan unas dimensiones realmente extraordinarias. Sin embargo, hablar de decenas de millones de unidades TEU, del peligro de que la multinacional TIL-MSC deje de invertir una cantidad exorbitante, de la progresión digital de sus sistemas de automatización, y de la puesta en marcha de estudios muy concienzudos sobre la sostenibilidad ambiental y sobre el grado de contaminación de los inmensos cargueros (sin olvidar la diaria comparación con Barcelona), no pueden dejar a un lado un hecho que, a mi juicio, es sumamente relevante: que el puerto, desde el final de los setenta, está en deuda con la ciudad, y muy especialmente desde 1990 cuando se destruyó su playa sur, y después, una extensa zona de territorio fértil para configurar una proyectada ZAL.

Estar en deuda no supone dejar de reconocer las contrapartidas existentes, sino estimar que por considerarlas insuficientes, no son, ni equilibradas, ni compensatorias; ni siquiera tomando en cuenta que desde 2013 la ciudad gestiona la dársena interior, y que se esboza un proyecto de mejora transicional con el entorno. Y, más aún, si una multinacional va a invertir 1.021 millones de euros para reconvertir en tierra firme 136 hectáreas de mar, además de un proyectado gran túnel de otros 2.000 millones frente a la playa de la Malvarrosa, entretanto se generan elevadas cantidades de recursos que gestionan las autoridades portuarias.

Así, ni la inmensidad de las cifras esgrimidas, ni la comparación con cualquier otras, pueden permitir que el puerto se tome en consideración tan solo por su rendimiento, cuando la afectación geográfica y medioambiental ya han sido irreversibles, hasta unos niveles que, hoy en día, no hubieran sido aceptables. El puerto no se puede convertir en un gigante aislado que nos muestra su inmenso poder comparado con el de los otros cíclopes, ni en un coloso que nos ayude a la supervivencia. El puerto se debe mostrar a la ciudad, franco, pero humilde y tremendamente generoso, dispuesto a compensarla por todos los espacios que le han sido hurtados, aunque le fueran imprescindibles para poder crecer. Es, en ese ámbito, en el que se le deben demandar significadas y mantenidas inversiones en la esfera de nuestro patrimonio.