Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Butaca de patio

Parodias de dictadores

Una de las parodias más corrosivas, divertidas y lúcidas sobre el nazismo la encontramos en la genial película To be or not to be, rodada en 1943 por Ernst Lubitsch, un cineasta judío alemán que emigró a Estados Unidos en los años treinta. La secuencia inicial del paseo de un actor disfrazado de Adolf Hitler por las calles de Varsovia en vísperas de la invasión de Polonia o la escena final, con el mismo intérprete impostor ordenando a los pilotos de un avión que se lancen al vacío sin paracaídas, figuran entre los momentos antológicos de la historia del cine.

Ni fue ni ha sido el único filme que retrata, en clave de humor ácido y trágico a la vez, los horrores del nazismo. Bastaría recordar otras dos obras maestras como El gran dictador, de Charles Chaplin, o La vida es bella, de Roberto Benigni, como muestra de la portentosa capacidad del humor para destrozar a esos mitos que siempre encarnan los dictadores. De hecho, la comedia puede llegar a ser mucho más desmitificadora que el drama. Así pues cuando a los dictadores se les despoja del boato, el poder de la represión y la solemnidad aparecen personajes ridículos. Sangrientamente ridículos, cabría decir, porque su trayectoria está salpicada de muertes y destrucción.

Aquí, en nuestro país, fueron casi 40 años los que gobernó un militar bajito, de voz aflautada, astuto como un zorro y despiadado como un chacal. Por supuesto que en vida del general Francisco Franco estuvo prohibido representar al dictador, y mucho menos de un modo crítico, en películas, obras de teatro o caricaturas de prensa. Con los reportajes del No-Do y todos los medios de comunicación a su favor ya era suficiente para glorificar al autotitulado «caudillo por la gracia de Dios».

La llegada de la democracia permitió la libertad de encarnar al dictador en el cine o la televisión y así actores como Juan Diego (Dragon rapide), Juan Echanove (Madregilda) o Ramón Fontseré (Buen viaje, excelencia) o más recientemente intérpretes como Carlos Areces y Javier Gutiérrez se han puesto en la piel de Franco. El último de ellos, Santi Prego en su papel de Mientras dure la guerra, donde compone un personaje de dos caras: la faceta del cruel militar que no duda en alargar el conflicto para limpiar la retaguardia y favorecer sus planes y el otro aspecto de un tipo ridículo (Franquito, lo llamaba el general Cabanellas) encumbrado al poder por la suerte y por sus amenazas hacia otros generales que participaron en el golpe de Estado de 1936.

Pero esta larga sombra de la reciente historia española que se proyecta en la ficción del cine, y que tuvo en el director valenciano Luis García Berlanga un magistral cronista, ha alcanzado en las últimas semanas unas cumbres insólitas incluso para los guionistas más imaginativos. Porque no me digan que las protestas de los nietos de Franco por la exhumación de los restos de su abuelo y sus quejas de que la actitud del Gobierno se asemejaba a una dictadura no merecen figurar como el mejor diálogo de La escopeta nacional.

Compartir el artículo

stats