En ocho días tenemos la obligación cívica de acudir a las urnas, todas y todos. Poco importan ahora los motivos que nos han conducido a una reiteración electoral que nadie dijo querer: tiempo habrá para dilucidar responsabilidades, establecer incompetencias y juzgar razones si las hubiere.

Las cuestiones pendientes se han acumulado. Lejos de solucionarlas corren el riesgo de cronificarse.

Una breve enumeración de algunas ayudará a comprender mejor el peligro. Las relaciones laborales con el incremento exponencial de la precariedad, el aumento de la brecha salarial de género; el recorte del ejercicio de libertades democráticas fundamentales como las de expresión, reunión o manifestación; la igualdad de género y el combate contra el machismo; las prestaciones sociales a la dependencia; el derecho a la vivienda y a un urbanismo sostenible; las pensiones dignas y seguras como expresión del pacto entre generaciones. Por supuesto la cuestión territorial con su correlato de financiación autonómica camino de la federalización; la supresión de tutelas e intervenciones de los Gobiernos, de dudosa constitucionalidad, sobre instituciones locales o autonómicas. La definición de un modelo económico que aborde la productividad y con la misma exigencia combata la desigualdad. La asunción de la inmigración como recurso, con políticas activas contra la discriminación; la despoblación sin paternalismos y fabulaciones; la asunción de la diferencia en la orientación sexual; la emergencia climática.

No son todas ni mucho menos. Exigen el compromiso de partidos, coaliciones o agrupaciones de electores candidatos a las elecciones del 10 de noviembre. Un compromiso de progreso que supone y ya debió suponerlo, el giro copernicano de la acción gubernamental tras la moción de censura de mayo de 2018: la reforma de la «reforma» de 2012-2013 perpetrada por el PP del Sr. Rajoy.

Ante meros eslóganes de referencias abstractas o sentimentales, abordar los problemas cotidianos de la ciudadanía. Las apelaciones a la abstracción traducen la inanidad de las propuestas o el más descarnado de los cinismos para hacerse con el poder político como mediación para los intereses inconfesables de una minoría rapaz y opulenta. Envueltos en banderas, himnos y demás fanfarria patriotera no cabe esperar soluciones: a lo sumo avivar viejos enconos.

«Arrimar el romerico», expresión aragonesa para cuando la lumbre desmaya y conviene atizar la hoguera. Para algunos no se trata de «romerico» sino de verter gasolina. Con nuestros votos podemos contribuir a apagar el fuego o al menos reducir a brasas el incendio de las intolerancias de los nacionalismos excluyentes que no son solo los llamados periféricos. Alrededor de las brasas del hogar prender el diálogo sosegado sin lenguaje de besugos.

Ningún responsable político, social, empresarial o sindical, ninguna organización de la sociedad civil democrática está en condiciones de negar las consecuencias de la TINA, de there is not alternative, del pensamiento único, adoptada dogmáticamente por una porción socialdemócrata. La desigualdad, con una pobreza y precariedad crecientes en paralelo a la rapacidad obscena de un enriquecimiento producto de la desregulación y la impunidad. Los desesperados de la exclusión estallan, en Santiago de Chile, en Quito, en Argel, en las banlieues, gilets jaunes o en los zocos de Túnez, Beirut. El descontento silencioso se extiende por todas partes. Los estallidos de violencia se suman a las indignaciones como expresión de un malestar creciente, contaminan otras exigencias igualmente sociales, democráticas como el derecho a discrepar públicamente de una sentencia.

Razones sobradas para ejercer un derecho que no fue concedido graciosamente, el derecho a decidir urna mediante a quienes nos representen en una época crítica. Derecho jalonado de sacrificios constantes, cuyo precio fueron ejecuciones, cunetas, torturas y un silencio desamparado, ocultado que para mayor escarnio: se pretende no ya olvidar sino además hurtarlo a las nuevas generaciones.

Dentro de unos días podemos optar por remar con energía hacia la catarata que nos devuelve a un pasado inicuo. Al restablecimiento de una arbitrariedad ornada de resignación, de inevitabilidad. «Es el mercado, amigo», «no hay sociedad, hay individuos o a lo sumo familias», y demás estupideces del catecismo neocon. Aceptar como permanentes, incluso inmanentes, despropósitos como convertir la excepción -una enseñanza concertada donde la pública no puede llegar- en un derecho adquirido para separar niños de niñas o adoctrinar, ahora sí, en una confesión religiosa con el dinero de todos. Para alargar hasta la desaparición a los posibles beneficiarios de la dependencia. Para esquilmar el sistema público de salud y transferirlo a la empresa privada. La segregación en la exclusión y la consagración del becerro de oro del que se dicen, golpe de pecho, enemigos.

Votemos. Necesitamos que se nos diga, alto y claro qué van a hacer con nuestra humilde papeleta. Las cortinas de humo de acciones de higiene democrática aunque tardías o barricadas impiden escuchar con claridad las propuestas cuando las hay. Requerimos que se nos diga con quién lo harán.

¿En nombre de abstracciones ocultar el saqueo de las arcas públicas? ¿Destruir las modestas conquistas laborales? ¿Insultar con pensiones ridículas a millones de conciudadanos? ¿Consagrar las brechas salariales entre mujeres y hombres? ¿Dejar sin vivienda a jóvenes o vulnerables? ¿Ignorar las reclamaciones de los territorios como si se tratara de tribus salvajes? ¿Mentir con fabulaciones de crecimiento sin distribución? ¿Imponer negocios con el cuento de inversiones estratosféricas y creación de empleo que requeriría la «importación» de millones de inmigrantes? ¿Recuperar el «hoy por ti, mañana por mí» del compadreo de la primera Restauración?.

Deben aclararlo antes que decidamos escoger papeleta. Es nuestro derecho. Es su obligación si realmente al menos son demócratas, una exigencia mínima de honestidad política. Porque, a diferencia del estruendo mediático, quienes se presentan como elegibles son todos legales y constitucionales. La monserga de constitucionalistas debería avergonzarlos y a los profesionales académicos del ramo, irritarlos a la vez que denunciar la usurpación.

Los dubitativos atacados por la desafección a la política pueden votar para botarlos, y no es una errata: echarlos. Incluso cuando recuerden el exabrupto de Labordeta y su «a la m…» Eso o aceptar ser atraillados cual jauría domesticada, resignados al autoritarismo y un nuevo largo silencio.

Votemos.