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Scoop, scoop, scoop

El término se podría traducir como exclusiva periodística o primicia, ese sueño que todo periodista busca publicar como gran noticia privilegiada en la página de su diario, ahora en tiempos digitales más volátil que nunca. No sé si en esta recta final de la campaña electoral nos caerá algún scoop vía Twitter -aparte del trozo de baldosa que el señor Rivera esgrimió en el pasado debate- por parte de los contendientes que le ayude a arañar algun trozo más del prometido paraíso electoral del próximo domingo. A falta de cuatro días la sensación de deja vu es más palpable que nunca como la misma y celebrada jornada de reflexión que se antoja inútil y desfasada, casi como si se tratara de una reliquia decimonónica. Esto de la Junta Electoral cada vez se parece más a una de aquellas asociaciones trasnochadas de beneficencia y obras de caridad.

En el siglo I de la Era Kardashian, esta tribu familiar que ha hecho de su ajetreada vida intima un excelente negocio económico-televisivo, el scoop está a la orden del día. Como antes lo estuvo con otros «fenómenos» mediáticos ya fuera Paris Hilton o Britney Spears. El scoop en su versión más cutre y lenguaraz gobierna algunos de los programas televisivos de nuestras cadenas, un canibalismo mediatico que deja como gastrónomos veganos a las últimas comunidades degustadoras de carne humana de Nueva Guinea. Estos días, a propósito del scoop, ha aparecido un libro bajo un título bastante llamativo, California Infernal, sobre los últimos años de la actriz Jayne Mansfield, la «rubia explosiva» que la Fox se encargó de poner en circulación como sucesora/rival de Marilyn Monroe, su otra blonde bajo contrato. Jayne Mansfield fue una practicante infatigable del scoop, casi podríamos decir que fue la pionera de esta práctica como arma publicitaria y en su versión más descarnada, profetizando los futuros y revueltos tiempos mediáticos. Si la publicidad es la sangre corriente que mueve el show-bussines, la siempre desmesurada estrella- y su agente de prensa- no estaba dispuesta a sufrir ningún tipo de anemia. Como avance de un futuro próximo, Mansfield anuncia los destellos y al mismo tiempo las insuficiencias del mito moderno. Esa mitología de saldo y show de sábado noche bajo la urgencia del scoop las 24 horas del dia.

Sex-Symbol desproporcionado y paródico, la estrella acabará haciendo de su personaje, como si se tratara de un artista contemporáneo, su principal y única obra maestra. Mansfield proyecta hasta el delirio y la escenografía kitsch una forma de vida que para ella simboliza el estatus de estrella de Hollywood. En ese frenesí del scoop como medio publicitario la estrella, como retrata el libro California infernal, se asociará con un pintoresco personaje, Anton Szandor LaVey, un gurú de opereta que ejerce como maestro de una secta diabólica conocida como La Iglesia del Diablo en San Francisco. Para entonces, la actriz se ha convertido en un personaje decadente que actúa en restaurantes y cabarets de segunda fila. El mito ya hace tiempo que ha quedado descolgado de la realidad. Solo le queda inaugurar supermercados o recibir el título de Miss Tomate de Texas. Su trágica muerte la madrugada del 29 de junio de 1967 cuando el Buick Electra donde viajaba se empotró violentamente contra un camión en la carrera nacional 90 dirección Nueva Orleans, añade un final morboso de leyenda. La mitología popular quiso la cabeza y peluca rubia de la actriz saltaran por los aires yendo a caer a las profundidades del río Mississipi. El Buick Electra del trágico accidente será exhibido durante algunos años por las ferias como objeto fetiche en un museo ambulante de la historia americana. Como nota local digamos que la estrella actuó junto con su marido, Mike Hargitay -versión contemporánea de Tarzán en slip leopardo- en 1963 el Parador del Foc. El público asistente le obsequió con la bonita melodía popular «Qué bona està Maria…» mientras su cuerpo se balanceaba en los brazos de su marido, Mister Universo.

A la epifanía de Jayne Mansfield en el uso del scoop, hay que añadir la figura del paparazzi como ejecutor. Los diez mandamientos de cualquier fotógrafo paparazzi se resumen en un objetivo: Conseguir un buen scoop. Esa fotografía exclusiva que se cotice en los mercados bursátiles de los centros de redacción. Una fecha para guardar en el álbum: La noche del 5 de noviembre de 1958. En el restaurante Rugantino del barrio del Trastevere, uno de los locales romanos que acoge a la llamada Café Society - la más tarde llamada Jet International- una vedette de origen turco, Aïché Naná, realiza un improvisado streap-tease que es recogido por la cámara del fotógrafo Tazio Secchiaroli. Las fotografía -retocadas por la censura- aparecen en el semanario L’Espresso. El escándalo está servido. La Dolce vita certificaba su acta de nacimiento. Un año después Federico Fellini inmortaliza el término de paparazzi en la película La dolce vita y de paso la ciudad eterna, entre el cielo y el infierno. Otro gran momento scoop. La imagen de Diana Spencer sentada en el yate de Dodi Al-Fayed en Portofino en el verano de 1997. Su muerte, solo unos pocos días despues, señalará ese periodismo feroz a la caza del scoop o primicia al precio que sea.

El paparazzi profetizó hace sesenta años esta cultura contemporánea del scoop, la consecución de esa fotografía o información sensacionalista que anima el circo mediático; una cultura de la exhibición ahora animada por las nuevas estrellas de los reality, presentadores de televisión y políticos en campaña electoral en esa ventana indiscreta que constituyen las redes sociales. El objetivo impertinente de los paparazzis más de medio siglo después encuentra su cristalización en la era de Internet. A partir de ahora son los propios protagonistas los que hacen girar la cámara hacia ellos mismos.

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