Una de las características más sobresalientes de democracias como la española es que sus enemigos se encuentran muy a gusto en ella. La democracia es muy permisiva, no con los que la critican, pues la crítica es parte de su sustancia, sino con los que quieren destruirla, con los que con el mayor de los impudores utilizan todos sus resortes y mecanismos para desprestigiarla, para acabar con ella.

Los sucesos anteriores y posteriores al 1 de octubre de 2017, así como los sucesos posteriores a la publicación de la sentencia del Tribunal Supremo, de 14 de octubre de 2019 sobre el Procés, proporcionan innumerables ejemplos para acreditar lo que acabamos de afirmar. En efecto, la estrategia de los independentistas, modelos donde los haya de practicantes de la antidemocracia, ha sido la de utilizar la democracia como emblema de sus pretensiones y fechorías. Puigdemont y sus huestes sostenían antes del 1 de octubre de 2017 que aprobar leyes contrarias a la Constitución y al Estatuto de Autonomía de Cataluña (como la ley que ponía fin a la Constitución instaurando un ordenamiento jurídico paralelo, o la ley de referéndum, ambas declaradas inconstitucionales) no era otra cosa que cumplir mandatos democráticos del pueblo soberano catalán, a sabiendas de que el único pueblo soberano es el español del que forman parte los ciudadanos residentes en Cataluña.

Los independentistas llevan como estandarte, para cometer todo tipo de delitos y desmanes, las libertades de expresión, de reunión y de manifestación que proclama la Constitución española que los independentistas dicen denostar. Ejercicio de la libertad de expresión fueron para los independentistas todos los actos y resoluciones contrarios a la Constitución que tuvieron lugar en el Parlamento de Cataluña, aunque fueran declarados inconstitucionales. Y, para los independentistas, es ejercicio de la libertad de expresión que los servidores de instituciones españolas, como el Parlament y el Govern de la Generalitat, día tras día se manifiesten abiertamente contra la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Hace años que la libertad de expresión se utiliza contra las instituciones por sus servidores y no les ocurre nada porque la democracia es muy tolerante.

La organización del referéndum del 1 de octubre, prohibido por el Tribunal Constitucional, fue, según los independentistas, una manifestación de la libertad de expresión. Cuando lo que se perpetraba por el Parlament y el Govern era vulnerar una de las reglas capitales de la democracia, consistente en que todos, y en particular los cargos públicos, debemos acatar las leyes y las resoluciones judiciales. Y, obviamente, la declaración de independencia en sede parlamentaria fue igualmente, según los independentistas, un ejercicio de la libertad de expresión. Y podríamos recordar un largo etcétera de actos de violencia institucional, de violencia callejera y de agresiones a los no independentistas, antes y después del 1 de octubre, que ponen de evidencia la utilización fraudulenta de los instrumentos democráticos en el seno de instituciones públicas.

Los abogados defensores de los condenados por la sentencia del Tribunal Supremo pretendieron que todas las ilegalidades cometidas por sus defendidos estuvieran bajo el paraguas del ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas. En esa línea la propaganda de los independentistas difundió, entre otros eslóganes, que «votar no es un delito», como si se hubiera procesado a los dirigentes independentistas por votar. A nadie se ha procesado por votar, aunque los ciudadanos que votaron sabían que la convocatoria del referéndum era ilegal, de manera que se convirtieron, desobedeciendo a los Tribunales, en colaboradores de los enemigos de la legalidad y la democracia.

Tras la publicación de la sentencia sobre el Procés, los independentistas están eufóricos. Saben que tenemos un Gobierno central débil, con el menor apoyo parlamentario de la historia de nuestra democracia, y que a las puertas de unas elecciones generales la debilidad iba a ser manifiesta. La vicepresidenta del Gobierno central mostró esa debilidad, tras el primer día de disturbios graves en Cataluña, al declarar que todo era normal. Parecía deducirse de sus palabras que estábamos ante el ejercicio ejemplar de derechos fundamentales por los independentistas. El Gobierno central cambió de posición tarde y mal. Los independentistas ya se habían adueñado del aeropuerto de Barcelona, habían ocupado estaciones de ferrocarril, carreteras, autopistas y autovías estratégicas, construían barricadas de fuego, quemaban vehículos, agredían a los mossos y a los policías nacionales

Las acciones llevadas a cabo por los independentistas no están amparadas por el ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas. Los ciudadanos en general estamos obligados a soportar el ejercicio por otros de derechos como el de reunirse o manifestarse, pero el ejercicio de dichos derechos debe ser compatible con la seguridad ciudadana y con el ejercicio por los demás ciudadanos de sus derechos fundamentales. Y ni la seguridad ciudadana ni los derechos fundamentales de la mitad de la población catalana han sido garantizados por las autoridades estatales y autonómicas.

El Govern independentista estuvo al frente de la insurrección, por activa o por pasiva, antes y después del 1 de octubre de 2017. El presidente de la Generalitat alentó desde el primer momento la contestación violenta contra la sentencia del Procés, «apreteu» les decía a los independentistas extremistas, la punta de lanza del independentismo, ante la eventualidad de una sentencia condenatoria, porque según los independentistas solo cabía una sentencia justa, la que absolviera a los procesados. Torra ha presidido manifestaciones que ocupan autovías impidiendo el derecho de los ciudadanos a circular libremente, ha exigido a su policía, los Mossos d´esquadra, que intervengan con mayor moderación, aunque presenciaran actos vandálicos, ha anunciado en el Parlament que se propone convocar un nuevo referéndum y liberar a los condenados utilizando las competencias transferidas en materia penitenciaria. En fin, Barcelona ha ardido por las noches durante una semana: una manifestación excelsa de la moderación y civismo de la que alardean los independentistas. Pero claro, según Torra los que perturban el orden público, ponen en peligro a los ciudadanos y producen graves perjuicios a la economía catalana y española son «infiltrados», que nada tienen que ver con ellos. Los independentistas son expertos en crear falsas noticias, en difundirlas y en convertirlas en verdades absolutas que una masa irresponsable repite por doquier.

A los enemigos de la democracia no se les debiera dejar que pusieran en peligro la democracia por un exceso de tolerancia, incurriendo los gobernantes en el incumplimiento de su obligación de garantizar, con firmeza, el cumplimiento de la Constitución y las leyes, la seguridad ciudadana y el ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas a todos los españoles.