La recta final de la campaña electoral se ha visto agitada por el supuesto auge de Vox que reflejan las encuestas; esas cuyo conocimiento público libre veta la obsoleta ley que rige los comicios. La participación de su líder, Santiago Abascal, en el debate televisado del pasado lunes supuso un largo ‘spot’ electoral gratuito a lo largo de las insoportables tres horas que duró. Durante sus intervenciones pudo exponer con todo desparpajo y sin complejos, como a él le gusta decir, todas sus propuestas, por repulsivas para cualquier demócrata o incluso contrarias a la ley que pudieran ser.
Pero el problema -con serlo-no es que esas soflamas tengan un eco sin parangón en los principales medios de comunicación -escritos y audiovisuales- de este país. O la existencia misma de un partido que aboga simplemente por la muerte civil de cualquier discrepante que no encaje en su excluyente modelo de sociedad.
El problema, que quedó en evidencia el lunes, es que partidos con marchamo de demócratas dejen fluir ese peligroso discurso sin oposición. Ninguno de sus contrincantes en ese debate se fajó en desmontar las barbaridades, mentiras y falacias que Abascal iba desgranando en sus intervenciones. Era previsible que ni Pablo Casado ni Albert Rivera -a quienes se les llena la boca cada vez que la abren en defensa de la Constitución y del espíritu de la transición que Vox pretende liquidar- lo hicieran, rehenes como son de sus votos para intentar llegar en algún momento al poder. Pero que ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias -absortos en su propia pugna- dieran tampoco una batalla en serio, fue aún más decepcionante.
Llegamos así al 10N con una ultraderecha embocada directamente a gol sin marcaje de fuste, por utilizar un símil futbolístico. Y con una sola barrera defensiva por delante: la de una ciudadanía que decida parar a un peligroso enemigo de las libertades y el régimen de convivencia que tanto nos ha costado construir y que corre cierto riesgo por la incomparecencia de aquellos llamados a defenderlo en primer lugar.
