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A vuelapluma

Alfons Garcia

Dormir tranquilos

"No tengo nada que decir, por eso escribo". No me gusta Peter Handke, el autor de la frase, porque me cuesta quitarme de la cabeza su proximidad con los genocidas serbios, pero me gusta muchas veces lo que dice. Una contradicción más en el saco. Van unas cuantas. Escribir es una manera de reflexionar sobre lo que no se tiene muy claro. En los últimos días, a raíz del éxito electoral de la extrema derecha, un argumento de la política ha sido responsabilizar a los medios de comunicación por normalizar a quien propugna la intolerancia. Estoy bastante de acuerdo, aunque dudo de que los resultados hubieran sido otros y repudio la generalización. Ha habido diarios, como este, que decidimos no prestar espacio de las secciones electorales habituales a Vox a pesar de que este 10N ya tenía representación institucional. Quizás dormimos más tranquilos, pero de nada sirve intentar cerrar puertas unilateralmente si la política de derechas legitima a la nueva fuerza ultra aceptando sus votos para gobernar y la de izquierdas se sirve de ese miedo, cuando lo considera, para buscar réditos electorales. No sé siquiera si, en este momento, la clandestinidad sería un factor más de atracción, especialmente entre los jóvenes, pero sé que una posición compartida de política y prensa permitiría al menos dormir más tranquilos.

Sé que este país no se puede haber convertido de extrema derecha en unas semanas. La última encuesta sociológica realizada por la Generalitat, con datos de este verano, sitúa claramente a la sociedad valenciana en el centroizquierda, como casi siempre, e incluso un poco más a la izquierda que años atrás. Hay que buscar en otros factores el auge ultra. Una política tradicional (tanto la vieja como la nueva) incapaz de llegar a acuerdos y de poner en práctica soluciones a problemas reales ha desarrollado el abono ideal para unas ideas intolerantes pero que ofrecen un marco de protección y amparo en momentos en que la precarización laboral y la desigualdad social no tienen freno.

Y Cataluña (siempre Cataluña) como factor crucial. El nacionalismo es el gran amplificador sentimental del populismo. El ya largo incendio catalán y la impotencia política para sofocarlo ha generado la mejor brasa donde cocer el éxito de quien promete la seguridad (por la fuerza) de que nada va a cambiar en España a quien está viendo el suelo moverse demasiado deprisa bajo sus pies.

Ahora que todos (derecha e izquierda) temen ya a la extrema derecha, poner el Estado en funcionamiento y un acuerdo sobre un nuevo orden territorial en España deberían ser los primeros objetivos de los llamados constitucionalistas. Intentar echar atrás el preacuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no es el mejor síntoma de madurez de una generación de políticos que está demostrando un exceso de fervor tacticista.

Pero la responsabilidad no es solo de una parte, concierne también al soberanismo catalán y al Govern, que parecen no darse por aludidos con lo visto el 10N. Parece que les sigue valiendo la máxima catastrófica de que cuánto peor, mejor. El riesgo de la destrucción de la convivencia es que nunca se sabe hasta dónde pueden alcanzar los efectos. La distancia entre la insurrección patriótica y el infantilismo revolucionario es muy corta. En los próximos días se verá si prevalece un mínimo de responsabilidad en los dirigentes catalanes. Al menos, la suficiente para dormir tranquilos. Los que siguen en la cárcel y los que iluminan las instituciones.

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