Un macroestudio de las aguas residuales, de 120 ciudades de 37 países, revela que Barcelona es la ciudad en la que más cocaína se atiborra el personal; y se encuentra también en el top-ten entre las que consumen éxtasis y anfetaminas. València ocupa un lugar poco preponderante, pues el consumo apenas llega a la mitad del de Barcelona, situándose en un nivel bajo, como Castelló o Santiago, otras ciudades españolas ensayadas. El seguimiento del análisis de las aguas residuales ha sido diario durante siete años. Son datos contrastados durante un período importante de tiempo.

Las drogas, como bien sabemos, son o pueden ser un medicamento. Si no necesito de ellas, porque mi organismo funciona con normalidad, lo que suele ser habitual en una persona sana, si las ingiero como euforizante, antiestrés, para mantener la vigilia, o simplemente de modo lúdico, para estar más «vigoroso», menos acomplejado, más risueño y menos inhibido, lo que hago es acostumbrar al cuerpo a no sintetizar él mismo las correspondientes endomorfinas naturales.

Pongamos un ejemplo. El páncreas produce insulina; pero si introduzco artificialmente insulina, hago que mi organismo no lo fabrique porque no lo necesita: ya tiene. Las células correspondientes se vuelven «perezosas» y terminan por no realizar la síntesis hormonal e incluso degradarse con el tiempo, porque supone un gasto inútil del organismo, que lógicamente tiende a ahorrar. Y entonces, no siendo diabético se induce una diabetes. Y lo que al principio era mojiganga, una juerga, quizá para darse atracones, termina originando una severa diabetes: no estando enfermo, me hago enfermo; y si dejo de tomar insulina, sentiré todos los síntomas de un insulinodependiente. Esto tiene consecuencias, no solo personales, sino también familiares y sociales.

Ir al botiquín para tomar medicinas que no se necesitan, por snob, por moda, porque tienen un color fucsia que fascina, aparte de mostrar estulticia y de ser un gasto inútil (no olvidemos que el comercio de la droga es uno de las que más dinero mueve a nivel planetario) es situarse en desventaja: cuando se requiera de verdad, porque haya una patología, entonces no harán efecto o habrá que tomar dosis cada vez más elevadas, con las correspondientes secuelas adversas secundarias, para producir el mismo resultado, que es lo que se conoce como índice de tolerancia.

Es el vacío existencial, la necesidad de experimentarse como vivo, sentirme bien conmigo mismo, los que nos hace ser extremadamente sensibles a la estupidez: en lugar de afrontar las dificultades, las evitamos permaneciendo en la ingravidez de una vida banal.