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Mentiras que inundan la política

Agosto de 1974, el presidente de los Estados Unidos de América, Richard Nixon, presenta su dimisión ante la inminencia de un impeachment que podría acarrearle la destitución. Han pasado dos años desde que la policía descubriera el asalto a las oficinas electorales del Partido Demócrata, su rival, en el edificio Watergate de Washington. La implicación directa de Nixon no estaba demostrada, pero el presidente republicano ha sido descubierto mintiendo a la opinión pública al encubrir a los asaltantes de Watergate. Nixon dimitió por mentiroso, contravino el octavo mandamiento.

Casi 50 años después, mentir resulta una actividad corriente en la política democrática occidental. Y no solo porque Donald Trump lo haya puesto de moda y, con él, todos los populistas, desde el peronismo argentino a los ultraderechistas eslavos, de los brexiters británicos a los bolivarianos de pacotilla. Los extremos se tocan una vez más, necesitados de enardecer a las masas, para los cuales no hay más verdad que la única que se quiere oír.

En ese sentido, nuestro país lleva tiempo padeciendo el uso y abuso de datos e interpretaciones falsas. El anunciado como futuro vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, es precisamente un avezado funambulista de la mentira manipuladora. A tal efecto, resulta reveladora su posición contraria a la filantropía de Amancio Ortega en la investigación sobre el cáncer infantil, argumentando de modo demagógico al manejar unas cifras distorsionadas sobre la fiscalidad del empresario gallego.

Al creador de Inditex no solo se le niega su impulso social sino que, además, se omite su liderazgo como creador de riqueza y en especial de empleo en un territorio, Galicia, que apenas tres décadas atrás era uno de los lugares con mayores tasas de emigración por pobreza de toda Europa.

En la misma línea ha venido sobreactuando también el soberanismo catalán, responsable de una lectura maniquea de la historia sin parangón. El independentismo ha llegado a convertir en héroes nacionales a filonazis como los hermanos Badía o a tolerar comentarios racistas como los que el presidente de ERC, Heribert Barrera, pronunció a su regreso a la España democrática. No es extraño, pues, que con semejantes antecedentes su actual portavoz, Gabriel Rufián, el «charnego» útil de la causa, suelte mentiras como que el mismo Ortega, Ana Patricia Botín y Juan Roig ganan más que 15 millones de españoles juntos. Una extrapolación tan imposible como falaz que tuvo que desmentir un editorial de La Vanguardia hace pocos días.

Ya sea por ignorancia o por malicia maniobrera, pero los números no salen de ninguna manera. No es posible que Amancio Ortega y sus empresas solo paguen el 5% como dice el mandamás de Podemos cuando el impuesto de sociedades está en el 25%, como tampoco lo es que junto a Roig y la Botín gane ¡345 mil millones de euros al año!, que es la cifra resultante de multiplicar 15 millones de españoles por el salario medio (unos 23.000 euros anuales; 12.600 el mínimo). Algo de rigor, por favor.

Y no nos olvidemos de Vox, cuyos representantes, resucitando textos combativos de los intelectuales de la Falange y de las Jons -de Ramiro Ledesma a Maeztu o el mismo José Antonio, muchos de ellos con antecedentes en el socialismo utópico- ya han comenzado a vocear consignas anticapitalistas y mentiras como que se han archivado por los tribunales más del 90% de las denuncias de mujeres por maltrato.

Así las cosas, en el juego de equilibrios políticos que postuló el barón de Montesquieu -el padre ilustrado de la división de poderes-, hemos ido viendo como la práctica totalidad de los organismos independientes han ido cayendo bajo el control partidario de la política. La Justicia, por ejemplo, queda amparada por las leyes pero sufre lo suyo para mantenerse libre de las presiones políticas.

Y otros muchos escenarios de interés público, los llamados contrapoderes, tan vitales para el higiénico funcionamiento de una democracia social avanzada, han sido también ocupados por los partidos. Empezando por las televisiones públicas -y en particular las autonómicas-, indispensables para la veracidad informativa, base de cualquier sociedad equilibrada. Siguiendo por el Centro de Investigaciones Sociológicas -CIS- cuyas encuestas a veces resultan un chiste, el Instituto Nacional de Estadística, el Tribunal de Cuentas, y hasta un Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del que no existen siquiera noticias de su actividad.

La pérdida de credibilidad de la política nos obligará tarde o temprano a buscar soluciones. Las de los populistas -radicales, peronistas, soberanistas y bullangueros en general-, ya sabemos en qué consisten. Lo sensato será fortalecer la independencia de los contrapesos. Tal vez creando un observatorio de las mentiras políticas para desenmascarar a tanto falsario. Ese ha de ser, en cualquier caso, el papel esencial de la prensa libre en estos tiempos.

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