El PPCV suele responsabilizar a la izquierda de haber judicializado la vida política. Sostiene que desde los bancos de la oposición se inspiró una estrategia programada según la cual los órganos judiciales debían ser utilizados como un arma paralela del debate político a fin de profundizar en la erosión del partido en el gobierno, lo que inauguró una época inédita. La catarata de denuncias, querellas o demandas dirigidas a la magistratura o la fiscalía que eran contestadas con autos, calificaciones o sentencias -o ¡archivos!- fue insistente y generó un clima enrarecido, como si los elementos que formaban parte de la geometría política hubieran enloquecido y se dispusieran en el espacio a la manera de un Gris o un Picasso, la nariz donde los pies y las piernas donde la boca. La política cedía así parte de su soberanía - de su autoridad, de su crédito- y subordinaba su voz a la de los tribunales, que emergían como centro moral del debate y determinaban los tiempos políticos. Algunos procesos fueron de gran calado, es obvio constatarlo, pero otras denuncias ligeras parecían entregadas de antemano al extenso campo de los fuegos artificiales multicolores: se diría que buscaban el simulacro en lugar de la verdad, el auxilio de los jueces en vez del propio juicio, con el objetivo indisimulado de reforzar su posición ante los partidos antagónicos y enaltecer el ruido mediático. Oiga, juez, échenos una mano, que necesitamos de su legitimidad, o no alcanzamos a investigar estos indicios adecuadamente, o tenemos tanto trabajo y estamos tan agotados que no damos para más, o le requerimos sinceramente para cobrarnos una pieza política malherida. Algo así. La primera conclusión fue la de un cierto desequilibrio entre los poderes: el peso de la lógica judicial penetró hasta los huesos en la dialéctica política, debilitando su autonomía.

Esa tesis del PPCV, no exenta de sensatez en algunos aspectos, se rompe en mil pedazos cuando aflora, como un holograma contrapuesto, la figura del asesor Luis Salom, una suerte de estilita del partido en cuestión que de pronto siente una atracción biológica por los juzgados posibles e imposibles, reales o imaginarios, por toda la constelación de juzgados de un big bang infinito y agotador. Desde entonces, no hay lance -­o trance-­ de la izquierda, por trivial que éste sea, en el que no advierta Salom un material rústico destinado a su moldeado posterior por parte de la magistratura o de cualquier otra institución con cuerpo de tribunal. En uno de los casos, una juez le reconvino: «...se limita a imputar un delito... sin traer principio de prueba alguna, indicio sólido y serio...». Bueno. Salom bien podría replicar: «Por qué he de pasar yo horas y horas investigando algo si me lo pueden indagar en la Ciudad de la Justicia mientras yo leo a Le Carré o me voy a ver una peli». O bien: «¿Cómo he de deducir yo si hay verdad en lo que percibo en este o aquél hecho sospechoso si no soy Platón ni Hegel y no he sido bañado por la Divina Providencia para tal misión? Para eso están los juzgados». Ese razonamiento es del todo discutible. Porque si seguimos ese hilo acabaremos llevando a los tribunales el misterio de la Santísima Trinidad, a ver si es cierto, o el Segundo Principio de la Termodinámica, a ver si es útil o está suficientemente probado. Como si la verdad científica fuera democrática. Menuda bobada.

De modo que todo lo que el PPCV le achacaba a la izquierda sobre la judicialización de la política lo eleva el tal Salom al séptimo cielo, lo infla y engorda como si esculpiera una pieza de Botero. Y dado que la Naturaleza tiende a la reproducción permanente de sus elementos, ahora están apareciendo en el PPCV «Saloms» por todas partes, como si hubiera necesidad de chiflar más aún el escenario político. La medicina que aplicó la antigua oposición la administra ahora el PP desde la misma oposición, no entremos ahora en la naturaleza o significado de las denuncias. O en su excentricidad. Sólo en la abundancia, en el caudal interminable, en su explosión numérica. Ojo por ojo, diente por diente, juzgado por juzgado. La política desciende así a los infiernos, y ya se puede citar aquí sin reparos la frase de Molière en El señor de Pourceaugnac: «Aquí primero los cuelgan y después los juzgan». Más o menos como en València, 350 años después. Cuando la trituradora se pone en marcha, los términos empiezan a invertirse en el imaginario social: el político en cuestión ha de demostrar su inocencia ante la opinión pública mientras sus pedacitos sanguinolentos salpican las portadas y las ondas y el debate político muda hacia un lujurioso petardeo, postergando de este modo, ay!, las cuestiones sustanciales de esta tierra. De esta tierra de Dios, ayer trigo y hoy arroz (y juzgados).