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Cleopatra no viaja en Audi

Siempre me ha dolido el trato que Ernest Hemingway tuvo con Francis Scott Fitzgerald. En el momento de su primer encuentro, Fitzgerald era una estrella de primera magnitud: había publicado el gran Gatsby. Hemingway era un completo desconocido, ambicioso y hábil para convercer a los demás para su propia causa. Fitzgerald le ayudó con increíble generosidad, presentándole a su mítico editor, Maxwell Perkins,

recomendándole a su editorial, dándole apasionantes y lucidísimos consejos de escritura. Una quincena de años después, Hemingway se había convertido en el escritor más famoso del mundo y Fitzgerald había caído en la sombra, obligado a desperdiciar su talento en pésimos guiones de Hollywood. Hemingway hubiera podido ciertamente ayudarle. Pero no lo hizo. Al contrario, trazó un retrato irónico sobre él en sus memorias de París era una fiesta. Es una de las razones por las que detesto a Hemingway, y amo a Fitzgerald.

No les mentiré si les digo que sobran las tabernas que frecuentó Hemingway y faltan los interesantes salones de los Fitzgeralds. En España la elegancia consiste en un corte de pelo frecuente y un foulard en el bolsillo de una chaqueta estrecha, mientras se interrumpe al anfitrión con frases hechas y se cotillea sobre las miserias de los demás. Los Fitzgeralds caminan por barrios oscuros donde dan que pensar a los guardianes de las buenas costumbres, y nuestras comisarías de policía apestan a cigarros apagados y a paraguas mojados. Los que ocupan las tribunas públicas bautizan a los artistas, cercenados en sus inicios por el cruel mercado del ocio que les obliga a venderse, como «el famoseo» e ignoran que figuras con alma como Lola Flores, Simone de Beauvoir, Juan Luis Gallardo, El Greco o Javier Goerlich no volverán a convivir entre nosotros nunca más, porque no las conocen más que en sus centenarios, ocasión en las que son sacados como reliquias el día del santo.

Por supuesto que la economía lo es todo y a Risto Meijide, cuya empresa estratégica creativa nos vendió como novedad algo tan impersonal como el nombre de nuestra cadena de televisión autonómica, le encantaría que todos fuéramos un producto. Los que creen esto, apáticos racionalistas, fríos juristas, procuran apagar en sí mismos cada sentimiento estético o filantrópico, en homenaje a la solemnidad de su misión social de intérpretes de las leyes, uniformándose por respeto a la opinión pública, a la salvaguardia de su carrera, a la defensa de su propio hogar.

Claro que saben que a menudo sus parejas -si no son socias interesadas- con intereses artísticos, se sienten atraídas por bohemios, rebeldes incombustibles, irregulares, opuestos intelectualmente a ellos por costumbre o por naturaleza. En los conciertos, las exposiciones, los estrenos, gravita un mundo desordenado. Basta con una palabra sincera, una camisa rara, una opinión insólita para crear una chispa en el polvorín que es el cerebro de los muy aburridos por lo cotidiano. Como todos los puercos auténticos, son partidarios del amor platónico y unipersonal.

¿Cómo convencer con palabras a los que se lo han encontrado todo hecho, que nunca han comprendido que el acto de viajar no consiste en captar instantáneas, que luchar tres días contra un pez no es una epopeya, que el éxito no es nunca el fin, sino el medio? ¿Cómo pueden echar de menos lo que no conocen? Miguel de Cervantes nunca sintió la necesidad de fumarse un cigarrillo, ni Cleopatra de ir en Audi, ni Alejandro de Macedonia de tomar una dosis de cocaína, ni Heráclito de Éfeso de masticar un chicle. «Ignoti nulla cupido», no se desea lo que no se conoce.

En su ordenada economía anárquica y sin sentido, ellos son los agentes provocadores, los sembradores de escándalos, los promotores de desórdenes que pagamos los demás siendo desahuciados de la vida y los hogares, con trabajos degradantes y serviles. Pero los individuos ante los que nosotros nos arrodillamos no son nuestros semejantes. Y trabajos degradantes son los que rinden homenaje a la buena fe de los adversarios en los que no creen. Los que mienten a los jueces alabando su incorruptibilidad, sabiendo que si tuviesen que tapizar los sillones del tribunal con la piel de jueces injustos arruinarían a la industria del pegamoide. ¿Hay algo más honesto que el trabajo de un notario? Los oradores son esclavos de la retórica y le cepillan los zapatos a frases eunucas, bellas pero sin sentido real. Los que hacemos aparentemente trabajos serviles a veces nos regocijamos en el precio de nuestros pensamientos propios, sentimos que nos elevamos, y nos complace creer que no nos arrodillamos ante nadie.

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