Érase una vez una selva en la que, durante una noche de tormenta, un rayo provocó un terrible incendio. Todos los habitantes de la jungla se lanzaron a apagarlo. Los más corpulentos, como los elefantes, los rinocerontes, los gorilas o los búfalos aprovechaban su tamaño y su fuerza para trasladar grandes cantidades de agua con las que sofocar las llamas. Y, entre ellos, un pequeño colibrí volaba entre el fuego y el río transportando, cada vez, unas gotitas de líquido en el pico que dejaba caer sobre las brasas. Cuando las grandes bestias le preguntaron -no sin cierta burla dado que su trabajo parecía inútil- que qué era lo que pretendía con aquella tarea, el diminuto pájaro respondió: «Hago mi parte».

Esa jungla, ese bosque tropical es nuestra sociedad; la tempestad que descarga el relámpago es la desigualdad y el fuego que arrasa nuestro hábitat social es el terrorismo machista. Por ello, todos y todas, grandes y pequeños, instituciones públicas y entidades privadas, a título individual o colectivamente debemos hacer nuestra parte porque nuestro hogar cívico -aunque algunos no quieran verlo- está en llamas. Y lo está porque la mitad de sus habitantes vive, potencialmente, bajo la amenaza de sufrir humillaciones, insultos, maltratos, violaciones y, en el peor de los casos, la muerte, simplemente por ser lo que es; por ser lo que somos: mujeres.

Mañana es el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres instaurado merced a una Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1993. Desde entonces han pasado 26 años -más de un cuarto de siglo- y nuestro bosque sigue ardiendo.

Las llamas se avivan con la infamia que suponen las 1.027 mujeres que han sido asesinadas en 16 años. Ya son más que todas las víctimas que causó el terrorismo de ETA en cuatro décadas. Y en este 2019, lloramos 51 muertes de mujeres -siete de ellas en las tres provincias valencianas- y a dos menores asesinados por sus propios padres sin olvidar la horrible cosecha de 41 huérfanos y huérfanas.

Y las cifras globales son peores. En todo el mundo, una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual por parte de un compañero sentimental y una de cada dos mujeres que fallecieron por muerte violenta lo hizo a manos de sus parejas. El 71 por cien de las víctimas de la trata son mujeres y tres de cada cuatro de ellas son prostituidas. Casi 750 millones de chicas fueron casadas antes de cumplir los 18 años y no menos de 200 millones han sido sometidas a mutilación genital.

El bosque donde vivimos arde.

Y cuando se comprueban los números, se ve con horror cómo se quema. En la Red de Oficinas de Asistencia a las Víctimas del Delito de la Comunitat Valenciana se han atendido, desde el 1 de enero al 30 de septiembre, 6.798 casos, 25 mujeres cada día. La Oficina Especializada en Denuncias de Violencia de Género que abrimos en abril en la Ciudad de la Justicia de Valencia, en siete meses ha asistido a 396 mujeres, de las cuales, 210 han interpuesto la correspondiente denuncia.

Son resultados esperanzadores. Pero no es suficiente. Todos debemos acarrear agua y toda la sociedad debe implicarse en la lucha para erradicar el horror. Ya lo hemos hecho antes: si pudimos acabar con el espanto provocado por los nacionalismos exacerbados, también podemos acabar con la violencia de género. Hay que recordar que ni el terrorismo era un mal endémico al que nos teníamos que acostumbrar, ni la violencia contra las mujeres es una maldición secular que debe existir siempre. El primero es ahora un mal recuerdo y la segunda debe quedar erradicada de las estructuras de nuestra sociedad.

Y para ello, todo sirve. Todo es útil y todo es necesario. Sólo la Conselleria de Justicia destina 20.000 euros diarios en la lucha contra la violencia de género en el ámbito de sus competencias gracias a un programa que se articula en tres ejes: más recursos para ayudar a las víctimas, más y mejor coordinación de los servicios públicos y más formación para los profesionales que, desde todos los ámbitos implicados, atienden a las mujeres que sufren maltrato.

No obstante, el fuego provocado por la desigualdad es tan grande que hay días que me siento, -así lo confieso-, como el colibrí de la fábula. Sin embargo, mañana, en las manifestaciones que están convocadas por la erradicación de la violencia de género, debemos llenar las calles de nuestras ciudades de miles de colibríes; de miles de hombres y mujeres que quieren vivir en igualdad y que no consienten que el bosque esté en llamas. De miles de colibríes que, en suma, están dispuestos a hacer su parte.