José Luis Martí, Vicerrector de la Pompeu Fabra, preparó un Manifiesto que ha tenido mucho eco. Como amigo de la revista Contexto, me lo hizo llegar y yo lo firmé. La sustancia del Manifiesto, muy escueto, era animar al diálogo político entre el gobierno español y el catalán. El texto respondía a la sentencia contra los líderes del Procés y emergía ante la alarma que producía ver a Cataluña sumida en el caos y amenazada la paz civil. El Manifiesto pedía que los actores rebajaran la tensión y detuvieran la violencia. Además, demandaba que se dejara de “judicializar un conflicto de clara naturaleza política”. Con cautelas hablaba de que los dos gobiernos acordaran una ronda de negociaciones para “estudiar y pactar medidas que ayuden a encarrilar una salida política al problema”. Al final invocaba la buena fe, animaba a la razonabilidad y recomendaba “satisfacer mínimamente los intereses de cada una de las partes”.

A este Manifiesto le siguió otro que constataba que “la democracia está perdiendo legitimidad” en Cataluña. Para recuperarla, se solicitaba que los políticos catalanes iniciaran un diálogo dentro del Estatuto y la Constitución para suturar “la creciente fractura social creada en Cataluña”. Al mismo tiempo recordaba que los gobernantes están sometidos a la ley. Para superar la situación, se pedía la neutralidad de los poderes públicos catalanes, la defensa de la libertad de prensa y del Estado de derecho. Creo que no ignoro nada de lo decisivo de este segundo Manifiesto y debo decir que estoy casi de acuerdo con él.

Sin embargo, los firmantes de este segundo Manifiesto, constituidos en un Foro de profesores, publicaron después un artículo en El Mundo en el que, leído el primero de la revista Contexto, expresaban una serie de consideraciones adicionales. Con sequedad forense dicen que la sentencia del Tribunal Supremo no judicializa un conflicto político; que solo condena a delincuentes. Sin embargo, afirman a la vez que esos delitos “apuntan al núcleo de nuestro orden constitucional”. Si yo tuviera que proponer la definición de conflicto político existencial, diría que es aquel que apunta al núcleo de un orden constitucional. Los firmantes del artículo de El Mundo parecen ir a la ligera: afirman y niegan a la vez que exista un conflicto político.

Luego caracterizan lo sucedido como un golpe de Estado posmoderno. Negando toda la tratadística, dicen que este golpe lleva treinta años preparándose. Hasta ahora un golpe de Estado era un acto fulminante. En la postmodernidad, el golpe se prepara treinta años, pero nadie se ha dado cuenta hasta el momento. Para los firmantes, el golpe de Estado comenzó con “la construcción nacional”. No sabemos de qué nación, pero se supone que de Cataluña. Ya puestos, se podría inferir que el golpe de Estado se inició el día en que Tarradellas reinstauró en Cataluña la Generalitat Catalana, dotada de su propia legitimidad histórica previa a la Constitución de 1978 y, por tanto, no derivable existencialmente del texto del 78. Cuando los firmantes hablan de “décadas de consentida construcción nacional iliberal”, olvidan que fueron décadas de actuaciones legales, respaldadas por la Constitución. ¿Por qué llamar entonces a todo este proceso un golpe de Estado?

Los firmantes de El Mundo se explayan en asuntos policiales y forenses. Así que lo diré pronto. Nadie en su sano juicio puede apoyar la deriva de las fuerzas independentistas, ni simpatizar con Puigdemont, Torra y adláteres. Tampoco con esos CDR que se dejan fotografiar con un rifle de asalto. Ahora bien, cuando se hace la descripción de los hechos como que “hay un ataque de los independentistas contra los catalanes que no lo son”, apenas se hace otra cosa que describir una situación de conflicto político, que implica una lucha entre dos grupos escindidos de una comunidad. Al reconocer que hay un ataque al sistema jurídico español, no se hace sino afirmar que el conflicto es político. Entonces nos expresa su escándalo para decir que el Estado no ha cometido “agresión previa”, como si ese fuera el único origen de un conflicto político. En fin, con todas sus letras está diciendo que hay un conflicto político, pero al mismo tiempo lo niega. Al final, llevado por la naturaleza de las cosas, el mismo artículo dice que no hay conflicto, sino “hostigamiento”, que como todo el mundo sabe es una forma de caricia.

Por supuesto, todo lo que hacen los independentistas revela su voluntad de producir conflicto. Eso es lo propiamente político de una acción. Lo único relevante que se dice respecto de esto es que los firmantes apuestan por que el Estado español no lo reconozca y vea ahí solo delitos forenses. Obviamente, el conflicto pasa por mostrar que el sistema político en el que se vive no es aceptable. Y las razones de esto se tendrán que dilucidar en el diálogo. Por supuesto que el nacionalismo catalán se ha polarizado, pero ni ha impedido elecciones ni manifestaciones contrarias. Así que no parece que haya querido “acallar y ahuyentar” a los “adversarios políticos”. Ahora bien, ¿cómo puede haber adversarios sin conflicto?

Al final, se hace exégesis de la sentencia y se recuerda el pasaje de que se manipuló “la ilusión” de la gente de que el referéndum conduciría “al ansiado horizonte de una republica soberana”. No parece ésta precisamente una ilusión no-política. Cualquier sentido que pueda tener la mutación del “derecho a decidir” por “derecho a presionar”, ha de situar ambas cosas en el espacio de lo político. Que pretendan influir en las potencias internacionales tampoco es ajeno a dicho ámbito.

Al final, lo que defiende esta adenda de El Mundo es que el nacionalismo no puede ser “interlocutor o sujeto político”. La única manera de conseguirlo sería declararlo ilegal. A su vez, la única manera de hacer esto sería declararlo “enemigo político” de la Constitución. Con ello habría que cambiar la Constitución, porque no dice nada de esto. Pero entonces no se podría negar que hay un conflicto político. Solo se afirmaría que el modo de resolver ese conflicto sería acabar con un actor y dejarlo fuera del cuerpo del Estado. Creo que a esto es a lo que se alude en el artículo: que hay un conflicto político y que la única forma de tratar con él es reducirlo como sujeto político. Esto supone su declaración como enemigo, la forma más extrema del conflicto político.

No tomo en consideración la alusión final al terrorismo, pues los autores deberían recordar que se acabó con el terrorismo sin acabar con el nacionalismo. El terrorismo no buscaba romper “la igualdad política entre los ciudadanos”, sino acabar con la vida de muchos de ellos. Lo que subyace en este sentido es una idea de igualdad política de una nación homogénea. Y muchos catalanes y vascos recuerdan que el conflicto político reside en esta comprensión de la nación. Mientras que no se ponga en cuestión este supuesto, habrá conflicto. Y cuanto más se niegue ese conflicto, más intenso será.

Al final lo relevante es que, aunque no se reconoce “ningún conflicto”, sí que se admite un “ámbito legítimo de negociación” en la Constitución. Pero si no hay conflicto, no sé qué habría que negociar. Una vez más, reconocen y no reconocen el conflicto. “Cualquier mesa extraparlamentaria o negociación política bilateral sería una claudicación del Estado de derecho”, dicen. Uno no comprende que el lugar sea ahora lo que define la constitucionalidad. Como si los partidos fueran delincuentes o como si los gobiernos ya cometieran delito por reunirse de forma unilateral.

Todo menos reconocer que Cataluña vive en el limbo de un Estatuto inconstitucional que no ha sido aprobado en referéndum. O menos recordar este pasaje de Carl Schmitt bien conocido: “Si la situación del caso exige una decisión, no puede resolverse el conflicto político dentro de un procedimiento de forma judicial. […] Un tribunal que decidiera según su criterio un conflicto político, sólo sería un tribunal en apariencia”.