Hay noticias que te dejan helado. No me refiero en este caso a la última catástrofe anunciada del cambio climático. O algunas de las bravuconadas de los neos franquistas de Vox ahora que su presencia parlamentaria les ha dado sonido estereofónico. Desgraciadamente de estas fuentes, cambio climático y Vox, seguiremos recibiendo notificaciones en los próximos meses y tiempos futuros. Me refiero a la disputa familiar -y claro está económica- de la empresa de Galletas Gullón que tendrá su proyección el mes que viene en junta extraordinaria de accionistas. Créanme si les digo que estoy profundamente consternado. La cosa -»la guerra de las galletas»- por lo que leo está promovida por tres hijos «en rebeldía» de la presidenta de honor y principal accionista de las galletas de Aguilar de Campoo, doña Teresa Rodríguez, dispuestos a descabalgar a la matriarca al frente de la empresa, a la que por otro lado, le apoya su única hija. Todo un cuadro familiar. Un Falcon Crest en aceite vegetal y harina de trigo.

En su candidez o ingenuidad roussoniana, uno podía pensar que estas cosas solo pasaban en los grandes y musculosos holdings y grupos empresariales dispuestos a entablar la tercera guerra mundial si se presenta por un puñado de acciones. Recientemente habíamos visto la guerra interna en unos populares grandes almacenes o escuchábamos noticias inminentes de guerra de opas hostiles en el mundo del cava. Tambores de guerra lejanos. Pero ahora la cosa era diferente. Nos tocaba de cerca. Se trataba de una empresa casi como de la familia, que formaba parte de tu vida cotidiana como el cepillo de dientes eléctrico y el agua mineral Vichy Catalán, aunque solo sea por haber compartido con ella tantas mañanas de desayunos, tardes de meriendas, momentos de ansiedad donde sus barquichoco te servían de calmante y te ahorraban la visita al médico de cabecera.

La junta extraordinaria se celebrará a finales del mes próximo con la navidad en todo su esplendor lumínico y los deseos de amor y paz reinando urbi et orbi. Paradojas del destino. Si bien es cierto que los periodos navideños son un territorio fructífero para las desavenencias familiares ya sea por el estrés del calendario gastronómico o por la propia promiscuidad familiar que se produce esos días, con el ajetreo consiguiente de desplazamientos, viajes, regalos, mobiliario, vajillas, utensilios, todo ello regado con generosas dosis etílicas, esta «guerra de las galletas» con la familia Gullón como protagonista, la verdad es que me entristece profundamente. Siento que a partir de ahora ya nada va ser igual. Cada vez que le dé un pequeño bocadito a la Maria Diet Nature o sumerja en mi café con leche semidesnatada la galleta Bio Orgánic de avena o la Crème Canela, no podré dejar de ignorar que detrás de esa capa de felicidad, de harina, huevo y azúcar- las hay también sin azúcar- se encierran años de rencor, inquina y disputas allá en tierras de Aguilar del Campoo, provincia de Palencia. Comunidad de Castilla y León. Lo que uno se creía que era un paisaje idílico, oliendo a azúcar caramelizada y canela, en realidad era un territorio sembrado de ambiciosos consejeros y abogados sin piedad.

No sé como acabará la Guerra de los Gullón, pero por el bien de nuestros desayunos, les deseo mucha suerte y una rápida recuperación. La misma que les deseo a los dirigentes del PSOE y de Unidas Podemos en su formación de gobierno y posterior presentación y examen parlamentario, que por lo que veo, de momento sigue en estado rompecabezas o sudoku. Con el valor añadido que en el caso del PSOE el enemigo, como en otras ocasiones, no se encuentra en la calle Génova sino en la propia calle Ferraz y adyacentes mediáticos. Que para la clase política el término coherencia les resulta tan lleno de exotismo como los sombreros frutales que llevaba Carmen Miranda, no es ninguna novedad, su carencia ya forma parte del kit de supervivencia diaria. Solo hay que escuchar a Pablo Casado con su barba inmaculada o a la señora Inés Arrimadas de los Ciudadanos en tocata y fuga, acusando a Pedro Sánchez de pactar con comunistas y apoyarse en los independentistas mientras le niegan el pan y la sal de la tierra. La cosa no deja de ser curiosa, por emplear un término amable, viendo como ellos no han tenido ningún pudor en apoyarse en los votos de un partido como Vox para sus conquistas de los parlamentos autonómicos y municipales. Entre los recién llegados a la primera fila de la política, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Diaz Ayuso, como su compañero, el alcalde José Luis Martínez-Almeida, me resultan, por decirlo de alguno modo, una pareja peculiar. No sé por qué, pero, pasados por mi tamiz y filtro de cinéfilo incorregible, me los imagino como una de aquellas parejas protagonistas de la comedia madrileña que hizo furor a finales de los años setenta y principios de los ochenta. Al señor alcalde de Madrid hasta me atrevería a pronosticarle un brillante porvenir profesional como sucesor cómico de Gabino Diego si un dia se decide a abandonar la política.

De la pantalla de la mala política a la pantalla de la buena ficción. Se cumplen cuarenta años del estreno de Manhattan, la película de Woody Allen que se convirtió en la mejor tarjeta postal de la ciudad de los rascacielos, gracias en parte por la fotografía de Gordon Willis. Ahora que el director norteamericano ha entrado en eso que se llama fase crepuscular, una manera de etiquetar los periodos creativos de un autor por parte de la crítica, el aniversario de Manhattan nos devuelve a un director en uno de sus mejores momentos creativos, pasando la lupa por la comedia humana y nuestras insuficiencias y temores de cada día. Fuimos muchos los que enamoramos de Diane Keaton en Annie Hall, y confirmamos nuestro coup de foudre en Manhattan como una de las grandes actrices de la comedia norteamericana. Que quieren que les diga, me sigo quedando con sus neuróticos personajes de ficción que con las neurosis de cada día de nuestra clase política.