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A vuelapluma

Alfons Garcia

Supongo que soy uno más

Supongo que en esto también soy uno más. La mayoría de días me digo que, si fuera valiente, me borraría de las redes sociales, pero algún día encuentro un oasis en ese desierto. La artista Julia Navarro Coll escribió un post esta semana en el que contaba que compró hace poco un torno de escultura en la cestería más tradicional de València antes de que cerrara, que hacerse con resinas y pigmentos en las tiendas del centro es ya misión imposible y que acaba de comprar un chubasquero de bici en una de las tiendas de bicicletas de siempre (Belga) antes de que bajara la persiana ayer para siempre. El comercio con el que aprendimos a ser personas se muere, sustituido por otra cosa muy iluminada y efímera que Julia resume como basura obsolescente hecha con mano de obra esclava para consumidores esclavos y vendida por empleados esclavos.

Es la otra cara de las comodidades del progreso, del abierto 24 horas 365 días. Esta es la globalización que, como dicen algunos gurús y expresidentes del Gobierno, ha mejorado los indicadores económicos de la parte pobre del planeta, pero que más de un agujero exhibe en sus cimientos cuando el mundo parece recorrido hoy por un chispazo social que se manifiesta en lugares diversos, desde Hong Kong a Líbano, Iraq, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela o Francia. En todas esas revueltas hay unos rasgos comunes: el protagonismo de los más jóvenes, el desapego de las estructuras políticas tradicionales y la presencia de populismos sobrevolando la presa sangrienta. El trasfondo es una globalización que ha saneado las cifras macroeconómicas, pero que ha desenmascarado el rostro más sucio del capitalismo: la acumulación de riqueza en pocas manos y la creación de una nueva clase de desesperados precarios a la que (esa es la gran tragedia) no se le ofrece la expectativa de nada mejor en el futuro.

Supongo que soy uno más, decía, porque el día siguiente de mi tropiezo feliz con el escrito de Julia Navarro las redes amplificaron la protesta de la extrema derecha contra este diario por el modo de enfocar la exhibición que uno de sus diputados hizo de símbolos que deberían ser pasado. Mostró una esvástica y una hoz y un martillo, como se decía en el primer párrafo, pero en el titular solo se destacaba el emblema nazi. Un caso de «sectarismo» periodístico, según Vox. A mí me parece que el partido ultra recurre al muy actual y sufrido juego de los equilibrios para salir indemne de su provocación. Ambos símbolos han dado abrigo a demasiadas atrocidades, pero no es lo mismo la cruz gamada de un sistema totalitario, excluyente y genocida de principio a fin como fue el nazismo que la hoz y el martillo de un modelo político (fallido) de igualación social y eliminación de clases cuyo fracaso práctico es haber dado pie a regímenes dictatoriales. No es lo mismo un símbolo y otro, pero es tiempo de balanzas autojustificativas. Como la que el PP utiliza para poner a Podemos en el peso contrario a la de Vox y aliviar así su conciencia por los apoyos de la extrema derecha.

Lo más triste de todo es que ni los adeptos a Vox que gritan improperios anónimos en las redes me escucharán ni yo haré el mínimo esfuerzo por entenderlos a ellos. Las barreras son cada vez más altas. Solo hablamos dentro de nuestros bloques: tan impermeables, herméticos e inmaculados. La gran perversión actual de la política es solo el reflejo exacto de nuestro comportamiento en la vida real: preferimos no entendernos y gritar antes que escuchar. Supongo que soy uno más.

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