Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

¿Hacia dónde va la derecha?

No fue fácil la Transición española, que en lo sustancial consistió en que el régimen franquista se hiciera el haraquiri para abrir paso a un sistema de libertades democráticas homologable con Europa. Para que se dieran las circunstancias políticas adecuadas tuvieron que confluir muchos elementos: la presión de los demócratas, la apuesta del PCE por la reconciliación, el papel de la Iglesia encabezada por la desbordante personalidad del cardenal Tarancón, el pacto con el exilio simbolizado en el regreso de Josep Tarradellas, la elección por Franco como su sucesor del futuro rey Juan Carlos y no del favorito de su mujer, Alfonso de Borbón, la conminación de las potencias occidentales y también, y no menos importante, la construcción de un pensamiento conservador lo suficientemente digno y culto para tripular a las derechas desde los privilegios y cuarteles hacia la democracia.

En esa última operación, tal vez no demasiado ponderada por los historiadores, trabajaron como actores decisivos los cachorros del régimen comandados por Adolfo Suárez -y su lugarteniente valenciano Abril Martorell-, a los que se unirían muchas personalidades provenientes del liberalismo profesional -como Manuel Broseta Pont, por ejemplo-, nacionalistas y monárquicos moderados, y en especial los humanistas de origen democristiano, muchos de ellos formados en torno a una publicación que resultó decisiva en los momentos más opacos del franquismo, Cuadernos para el diálogo, abanderada de «la resistencia silenciosa», en acertada definición de Jordi Gracia. Hubo otras como Triunfo -que se abría a colaboradores comunistas de mucho prestigio como Haro Tecglen y Vázquez Montalbán- o Destino, fundada por los catalanes afines al alzamiento nacional y que fue virando paulatinamente como ocurriría, en general, con los jóvenes intelectuales del franquismo, en abierta rebeldía hacia la autarquía desde finales de los años 50.

Todos aquellos afluentes terminaron en el gran partido río del conservadurismo español, el Partido Popular, no sin antes cruzar varios y peligrosos desiertos, desde el hundimiento de la UCD a las dudas de Manuel Fraga o el gatillazo de Hernández Mancha. Hubo una etapa de expansión de los populares en la que, incluso, se barajó en los despachos la idea de disolver el PP de Cataluña en el seno de Unió Democràtica -la formación de Duran i Lleida-, siguiendo el modelo navarro. Luego se endurecieron las posiciones. El atentado de Atocha desquició a José María Aznar, quien ya nunca volvería a leer poesía lemosina en la intimidad. Y los ulteriores intentos de Mariano Rajoy por moderar el partido tropezaron con la gran tormenta de la corrupción que asoló la sede de la calle Génova y muchos aledaños.

En los tiempos más recientes no ha habido refundación del PP ni tampoco sorpasso de los liberales de Albert Rivera. Los populares apostaron por la línea más a la derecha -la aznarista- para reflotar el partido en su último congreso pero, curiosamente, ese posicionamiento les ha servido, no sabemos por qué arcanos, para resistir el ataque de los Ciudadanos centristas pero no para evitar la hemorragia de los nostálgicos del franquismo, la nueva ultraderecha a la española que encarna ahora Vox.

Y es en ese contexto, con Latinoamérica convulsa, con el populismo llamando a las puertas de las añejas democracias occidentales y con la vieja Europa del telón de acero evolucionando de la dictadura comunista a una dictablanda reaccionaria, cuando el partido conservador español debe afrontar la que, seguro es, la mayor encrucijada de su trayectoria política reciente, la de lidiar frente a Vox, frente a la Cataluña en llamas y ante una hipótesis de Gobierno de izquierdas. Se trata de un escenario altamente inflamable y en el que la cerilla está en la mano del Partido Popular.

Estos días hemos visto posicionarse a un grupo de intelectuales en favor de un consenso constitucionalista, y hemos admirado, también, la reacción de Angela Merkel en el Bundestag para reprender con una emotiva defensa de la libertad de expresión los gestos virulentos de una diputada neonazi. Y recordamos, del mismo modo, el papel de Winston Churchill confinando a Eduardo VIII y sus devaneos proalemanes.

Estamos en la hora decisiva, cuando de nuevo la sociedad española necesita el coraje de la cordura. No se trata de salvar el país que imaginamos, el que cada cual desea, sino el sistema de libertades, la democracia como escenario de la convivencia entre distintos como ha recordado Merkel. Y es esa la coyuntura ante la que se encuentra Pablo Casado: o inflamar el discurso para colapsar la vida pública o mantenerse al servicio de la gobernabilidad por más que le duelan las caras y las políticas de la izquierda a la que se opone. Si, en efecto, el proyecto de Pedro Sánchez se convierte en puro aventurerismo, la historia no le será propicia; si por el contrario, casi todo el mundo respirará aliviado.

Pero para ello, la derecha española debe armar un discurso más hondo que el meramente coyuntural del que dispone en estos momentos. Soltar lastre del pasado y acercarse a la cultura, ese campo de juego que cede en su totalidad a la izquierda para que esta le venza siempre, moralmente, en las lides tanto de la ética como de la estética. La cultura no como lujo operístico, pintura de barniz o literatura de tapa dura, sino como principio de sabiduría, el único que nos puede hacer verdaderamente libres y emocionalmente humanos.

Compartir el artículo

stats