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Ni un paso atrás

Las grandes manifestaciones contra la violencia de género fueron el lunes pasado. El asesinato de las hermanas dominicanas Minerva, Patria y María Teresa Mirabal por la dictadura de Leónidas Trujillo, ese mismo día de 1960, convirtió el 25 de noviembre en la cita universal contra esa lacra cruelísima que son los crímenes machistas.

En España, otra dictadura, la de Franco, cerró la puerta a los derechos de las mujeres y las convirtió en carne de cañón al servicio de un patriarcado que, todavía hoy, hace estragos en una sociedad que tarda demasiado en construir su propia igualitaria cultura democrática. Y por si algo faltaba para aumentar esa tardanza, llegan los de Vox y dinamitan desde las instituciones donde gobiernan, o tienen amplia representación, los derechos conseguidos en los años de lucha feminista en este país tan ideológicamente anclado en el machismo.

La mujer atada a la pata de la cama, esa imagen que debería formar parte de un insultante anacronismo, vuelve a tener vigencia en las barrabasadas de esos tipos que, cuando salen en las fotos, son como el clan forajido de los hermanos Clanton enfrentándose al sheriff Wyatt Earp en el OK Corral de Tombstone, Arizona, en octubre de 1881. Como dispuestos a desenfundar sus pistolas, lo que dicen, asusta. «El feminismo es un cáncer», eso gritan y se quedan tan panchos. Les importa un pito que, en lo que llevamos de año, más de cincuenta mujeres hayan sido asesinadas, la mayoría por sus parejas o exparejas, y que más de cuarenta niños y niñas se hayan quedado sin madre porque a un canalla se le ocurrió un día acabar con una mujer que había decidido currarse la vida por su cuenta.

La cultura del franquismo para clavar a las mujeres en los espacios invisibles de la privacidad regresa (si es que alguna vez se había ido) cuando más se estaba avanzando en la consecución de sus derechos. Esos descerebrados machos alfa, que prodigan sus amenazas en nombre de una igualdad entre hombres y mujeres vergonzosamente tramposa, no cesarán de incordiar lo que haga falta para que los crímenes machistas queden en una simple y rutinaria anécdota de disputas familiares. Gritan esos individuos que hay vida dentro de una mujer nada más quedarse embarazada, pero niegan con su cinismo insoportable que esa vida existiera en absoluta plenitud un rato antes de caer muerta, esa misma mujer, a manos de su asesino.

Son la peste. Y frente a esa peste sólo cabe la oposición frontal a sus desmanes, como el que hace unos días protagonizó en el Ayuntamiento de Madrid ese portento de ruindad moral que se llama Ortega Smith. Una oposición desde las políticas de igualdad, desde las instituciones sociales, culturales y educativas, desde las casas abriendo puertas a la calle. Y, sobre todo, desde esa calle que el pasado lunes se llenó de gritos a favor de los derechos de las mujeres, unos derechos que tan tardíamente han llegado a la esfera pública pero que, digan lo que digan los del cerebro más seco que los higos en verano, han llegado para quedarse. Ni un paso atrás, pues, a la hora de plantarle cara a esa cultura que viene de un tiempo aciago, un tiempo en que los hombres lo decidían todo sobre la vida de las mujeres. Ni un paso atrás, pues. Ni uno sólo.

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