Una posibilidad recorre el país: la posibilidad de un gobierno de izquierdas, progresista. Todos los poderes de la vieja España se han aliado en una sagrada cacería contra esa posibilidad: el cardenal Cañizares, banqueros y empresarios, todos los voceros de la derecha sociológica y sus representantes políticos, la mayoría de los medios de formación y el inevitable coro de los propios, el fuego amigo, los Rodríguez Ibarra, González, Guerra, Bono y otros miembros de la alta sociedad de los varones barones que no quieren que Pedro gobierne con Pablo, sino con Vilma. ¡Malditos Picapiedra!

¿Dónde está el partido que no haya tildado de comunista a Podemos como una estigmatizadora acusación? El bueno de Bono dice que los de Unidas dan miedo y que los españoles aterrorizados se acuestan asustados ante la posibilidad de un gobierno de izquierdas. Aznar siente «angustia» y no está dispuesto a aceptar (¿en qué consistirá su indisposición?) la posibilidad de ver a los comunistas en el Gobierno. El cardenal Cañizares recurre al organicismo médico y asegura que España está enferma y necesita una «sanación urgente». El enemigo viste vaqueros y peina coleta y muchos argumentan que «cae mal» a la mayoría de los españoles, como si Felipe González o Rodríguez Ibarra, como si Arrimadas y Casado, como si Ortega Smith y Abascal nos cayeran mejor, incluso gozaran de nuestra simpatía como sí gozaron el entrañable José Mari o goza la pizpireta Álvarez de Toledo, émula del gracioso Cascos, que a todos nos caen tan bien. Otros que pastorean el centro imaginario atacan, no como adversarios sino como enemigos, a los «radicales de izquierda», porque preferirían una izquierda que se andara por las ramas de la reforma laboral o del Valle de los Caídos y, en un ejercicio de desfachatez sin parangón, equiparan a esa izquierda de Manuela que ha gobernado Madrid y de Ada que gobierna Barcelona con la ultraderecha de Vox, como si un miedo unido a otro miedo diera un miedo grandísimo que impidiera la posibilidad de un Gobierno compatible con las urnas.

Les acusan de secretismo, porque ellos nada ocultan y viven con el culo al aire, son firmes defensores de la transparencia, de la luz y los taquígrafos, que practican en las cloacas del Estado y en los arsenales de las armas de destrucción masiva o en los paraísos anónimos de la corrupción, en vivo y en directo. ¿Secretismo? El justo medio entre el secretismo y la transparencia es la discreción. La experiencia nos ha demostrado que cuando los acuerdos políticos se gestionan en la transparencia de las tertulias y de las ruedas de prensa, fracasan. La discreción exige un poco de silencio, un tiempo, algún lugar apartado, un rincón para la reflexión y un poco de sombra mientras las cosas se cuecen.