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El cuento de nunca acabar

No cabe duda de que los momentos de crisis son más interesantes que las épocas de placidez. Más interesantes pero menos deseables. Mientras en España continúan las negociaciones para formar un gobierno que en el mejor de los casos será frágil porque estará sometido a presiones constantes por parte de la variopinta cohorte de quiénes le apoyen (con estos amigos no se necesitan enemigos), en los Estados Unidos continúa el procedimiento de destitución (impeachment) contra Donald Trump que previsiblemente naufragará en un Senado controlado por los republicanos, con la consecuencia de que la última palabra la tendrán los electores dentro de un año. Hace tres el voto popular fue ya para Hillary Clinton y eso hace pensar que en un escenario similar el resultado se decidirá en unos pocos estados (Florida, Virginia, North Carolina, Wisconsin...) que podrían cambiar sus votos electorales y dar la victoria a los demócratas si estos logran ponerse de acuerdo en un candidato fuerte y atractivo. De eso trata el proceso de selección (Primarias) donde dudan entre si presentar a alguien situado en la izquierda del espectro político que revuelva el tablero, como Bernie Sanders o la senadora Elizabeth Warren, o jugar más seguro con alguien más centrado como Joe Biden, que a mi juicio se deshincha con cada día que pasa, mientras O'Rourke ha tirado la toalla y Kamala Harris no acaba de despegar. Sin descartar el efecto imprevisto de candidatos aparentemente con menores posibilidades como Buttigieg que a mí me parece muy atractivo pero que tiene en su contra ser abiertamente homosexual en una sociedad muy pudibunda, o el multimillonario Bloomberg que ha entrado en campaña muy tarde y como elefante en cacharrería gastando millones a diestro y siniestro en lo que casi parece un intento obsceno de comprar la presidencia. Y en frente estará un Trump con una firme base republicana y un innegable dominio de las redes sociales. El resultado es incierto pero al menos en España y en los Estados Unidos sabemos más o menos lo que queremos y eso es mucho más que lo que se puede decir del Reino Unido, donde siguen sin saber lo que quieren y el desbarajuste continúa.

Después de tres años de convocar un referéndum que el brexit ganó por los pelos, el país sigue sumido en la incertidumbre. Por eso coincido con el politólogo Giovanni Sartori cuando afirma que los referendos exigen por parte de la ciudadanía un buen conocimiento de los asuntos que se debaten y ese no suele ser el caso, y lo es aún menos cuando hay gentes (o incluso países) interesados en desinformar y crear confusión como parece probado que ha ocurrido en Gran Bretaña. En ese caso se produce una manipulación de votantes engañados y no se fortalece la democracia sino que se la debilita, y por eso tiene mucha razón Josep Antoni Durán i Lleida cuando dice del referéndum que «lejos de considerarlo la panacea de la democracia, es a menudo un instrumento de la demagogia» (La Vanguardia, 11-10-202).

Y el brexit es precisamente un claro ejemplo de lo que ocurre cuando el populismo se impone ofreciendo falsas soluciones a problemas muy complejos. El voto allí lo ha decidido el temor de las clases menos educadas y menos viajadas a los efectos perniciosos de la globalización en forma de competencia de productos extranjeros que expulsan del mercado a los fabricados en casa, o de inmigrantes que pudieran arrebatarles sus puestos de trabajo y desbordar sus servicios de salud o educación. Eso se ha mezclado con habilidosas referencias identitarias a la soberanía y a un pasado imperial que no volverá (la Inglaterra victoriana tenía el 50% del PIB mundial) y que explica la proliferación estos días de películas y series televisivas sobre Churchill, Dunquerque o la familia real. Añádanse un sinfín de falsedades sobre las ventajas del divorcio con una Europa en la que Londres nunca se sintió cómodo, y eso explica el voto en un referéndum que partió al país por la mitad. Con la intención de resolver un problema en el partido conservador, el entonces primer ministro Cameron ha metido al país en un lío considerable que puede incluso acabar rompiendo al que por ahora todavía es un Reino Unido.

El brexit tiene desventajas para todos, aunque más para ellos. No ya por las atroces consecuencias de una salida sin acuerdo que puede costarles hasta 9 puntos de PIB, un desempleo del 7,5% y una caída de la libra esterlina, sino porque romperá todo tipo de relaciones comerciales, financieras, laborales, estudiantiles, de residencia o de turismo. Hasta el Eurostar, el tren que une Londres y París, ve su viabilidad en peligro. Para España es muy malo por el comercio, el turismo y los miles de residentes que aquí y allí viven. Pero también tiene algunas ventajas como permitir dedicarnos a relanzar el proyecto europeo sin la rémora británica, siempre contraria a una mayor integración, y haber creado un problema de tal magnitud que desanimará a cualquier otro socio a tener veleidades de abandonar el club comunitario.

Esta interminable tragicomedia continuará con las elecciones del próximo día 12 de diciembre. Allí se decidirá a qué tipo de ruptura vamos o incluso si se celebra un nuevo referéndum. Y si ganan los conservadores (las encuestas les dan una holgada mayoría), prometen salir de una u otra forma el 31 de enero y no extender el período transitorio más allá de 2020. Se abrirá entonces otra larga negociación sobre qué tipo de relación futura que queremos tener. Este es el cuento de nunca acabar.

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