Al padre de Leonard Berstein le preguntaron por qué había sido tan severo con su hijo. Contestó: «es que no sabía que se trataba de Leonard Berstein». Uno se siente entre fascinado y sobrecogido por la perseverancia de Xavier Ribera, artículo sobre artículo, en su pretensión de alejar a este pais, reino o región, de los precipicios de la subalternidad. Uno de sus últimos textos elevaba esta idea hasta al infinito en su analogía sobre las ciudades globales españolas. En efecto, Madrid y Bacelona -más Madrid que Barcelona, claro- se reparten la tarta del pastel, incluidos los acontecimientos deportivos o las cumbres sobre el clima planetario. Mientras tanto, por aquí, nos contentamos con alguna migaja disuasoria, más o menos como ha ocurrido siempre. La cosa viene de antiguo, y se renueva permanentemente, al modo de un canto gregoriano circular. El catálogo es conocido. Se podría decir que, a estas alturas, sólo lo ignoran los muy beocios. Unas estructuras empresariales históricamente fallidas y actualmente frágiles, insensibles por tanto a la formación de relaciones hegemónicas más allá de Vinaròs o de Villagordo del Cabriel; una política que salvo excepciones canaliza las pulsiones sociales a través de los partidos estatales; un paisanaje impregnado de la cultura de las élites sin percepción crítica sobre la importancia de penetrar en los centros de poder españoles y extender el mapa de las influencias. Etcétera.

A diferencia del padre de Leonard Berstein, nosotros sí intuíamos en qué se transformaría esta festiva periferia tras la sublimación de algunos ideales, fecundos productos de aquellas primaveras. Berstein inscribió su nombre en el parnaso de la gloria. Nosotros habitamos una sociedad postindustrial un tanto desidiosa y versátil, vencida por destinos indefinidos, aséptica ante la ineludible exigencia de ingresar -de inscribir a la CV- en los salones dorados donde se dibuja el futuro. Desde luego, partíamos con ventaja para alcanzar esa conclusión. Nos la concedía la historia y la experiencia. El «pais sense política» del postfranquismo posee hoy una efervescencia política explosiva pero me temo que no se dirige hacia donde Ribera apunta, y tampoco hacia donde apuntaba el autor de la sentencia. Hacia una política, digámoslo a lo bruto, de cohesión colectiva. A las derechas no les convino cuando gobernaron y las izquierdas tartamudean hoy, encadenadas a las servidumbres administrativas. Para alcanzar el imaginario anhelado por el periodista -y por tantos intelectuales con las narices metidas en los 70- hay que comenzar por el principio: hay que engrasar la maquinaria de una clase económica dirigente que eleve su voz y su peso en el Estado. Lo demás son gaitas chinas. ¿Se sientan las bases para lograr ese objetivo? ¿Existe una convergencia de intereses entre la política y la economía a fin de fundar el embrión que contribuya a agitar nuevas conciencias sociales sujetadas a esa idea? La dichosa «conciencia transformadora» la han perseguido o persiguen intelectuales colgados del clavo de la Transición, teóricos del pais perplejo y de la nación pura, literatos abrazados a las representaciones identitarias, profesores sumidos en los submundos de Ferran Torrent, economistas propulsores del eslabón perdido en el eje norte-sur, poetas líricos de tesones patrióticos, alcaldes capaces de contemplar todavía a un pueblo entusiasta en su camino hacia la tierra de promisión pintada de rojo y amarillo. Dejémoslo. Hay lo que hay. Se puede circunvalar la circunferencia dos mil veces y la circunferencia será la misma, y se llegará al mismo sitio. No estamos anunciando una fatalidad, sino el reconocimiento del declive de un sueño prolongado en el tiempo.

La foto fija de la Transición, inflada de esperanzas y de futuros prodigiosos, es ya idéntica a la de aquella imagen mercantilizada del Che, que ayudó a santificarlo a la vez que mataba cualquier intento ilusorio de transformación. Domesticado y devorado por el mito, aquel «pais que ja anem fent» de los 70 yace como un tópico inscrito en el mundo de las Grandes Promesas, aquellas que auguraban tiempos idílicos de liberaciones colectivas. Pronto nos dimos cuenta -algunos- de que los paraísos prometidos siempre se ubicaban en el futuro, nunca en el presente, qué casualidad. ¿No es extraño? Casi una trampa. Porque todos los futuros son imperfectos, y no digamos ya los idealizados. La retórica de las derechas aún extrae casi a diario aquella utopía comunitarista del baúl de la extinción. Todo el mundo es libre de combatir los fantasmas del pasado y de perder el tiempo como le plazca.

Por eso, mi admiración por los «Riberas» de esta tierra no tiene límites. En lugar de dejarlo estar, mecerse en el mundo del arte, contemplar el mar y las musarañas, observar el ajetreado discurrir del personal colisionando con coches y bicis, estudiar a Kant o a San Agustín, hacerse monje de la Trapa, ascender al Penyagolosa una y mil veces, dedicarse a practicar el Kamasutra, descender en bicicleta por la Murta, visionar todas las películas de los maestros japoneses y otros tantos propósitos nobilísimos, la perseverancia de Ribera alertando sobre la marginación de esta tierra y sobre su posible mutación, yo creo que imposible, tantos años después, resulta asombrosa. Y desconcertante. Sabemos que es un esfuerzo inútil pero iluminado por la luz cegadora de la pasión. Y las pasiones, ay, son maquinarias incontrolables, capaces de fabricar las mayores insensateces, luchar contra lo inevitable, orillar los territorios de la desmitificación, del escepticismo y la iconoclastia, y tal vez, muy de tarde en tarde, convocar el milagro. Que sea en jueves, el milagro (Los jueves, milagro), y así homenajeamos a Berlanga.