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Picatostes

La ardilla del río

Reconozco que esta semana lo que me apetecía o como se dice, lo que me pedía el cuerpo, era hablar del arzobispo de València, el cardenal Antonio Cañizares, a propósito de su misiva apocalíptica que lanzo hace unos días anunciando el fin de la cristiandad en España, de la cultura occidental y si se presenta, del cocido con pilotes. ¿La causa? El pacto PSOE-Unidas Podemos. Ahora, tengo mis dudas, no sé si la carta la firmaba el señor Arzobispo o Nostradamus. O en realidad era el secretario de Vox, Santiago Abascal, revestido con la mitra, báculo y anillo pastoral. Pero como estamos en vísperas festivas y acabo de poner el árbol de navidad, he decidido que mi vehemencia redactora no le gane lugar a mi corazón pre-navideño así que me he puesto a Frank Sinatra cantando a la navidad, he rescatado el video de Charlie Brown Christmas con la estupenda banda sonora de Vince Guaraldi y he buscado por la librería algunos de los cuentos que me han hecho feliz en esta vida. Todo bajo el espiritu navideño que cada año nos invade.

Y ahora la ardillita. Paseando el otro día por el antiguo cauce del río Túria, nuestro gran bosque multiusos, me tropecé con una ardilla que buscaba comida entre los árboles. La verdad es que no hizo ningún gesto de temor o de alerta ante mi presencia, y sobre todo, mi acompañante, un perro que la observaba atentamente como algo nuevo y desconocido que se presentaba ante su hocico. Mi perro Totó es un infatigable rastreador de olores y seguramente aquella pequeña cosa peluda que tranquilamente desmenuzaba un trozo de bellota u otro fruto silvestre le debió parecer el objeto más extraño y curioso que había desfilado por sus ojos aquel día de otoño invernal. Al sentimiento de felicidad y belleza, ver al pequeño animal saltando por los árboles, me invadió un cierto estado de temor, la fragilidad de aquel diminuto ser vivo en un territorio que podía volverse hostil para su supervivencia. Mis temores quedaron confirmados cuando una de las jardineras me comentó que era la última superviviente de un grupo, ahora no sé si eran cinco o seis, que habían muerto a manos -y de los incisivos- de los perros que campan a sus anchas por el jardín urbano.

No sé si cuando escribo este texto todavía seguirá viva o habrá seguido el camino de sus compañeros. Si volveré a ver aquella pequeña figurita, que parecía anunciar la Navidad, corretear alegremente entre los pinos, encinas y lentiscos, ajena al mundanal ruido que cada día invade el parque. Nuestros buenos propósitos a menudo chocan con los muros que hemos construido. Quizás este enorme bosque urbano donde hemos querido crearle un espacio en libertad, a la postre ha acabado convirtiéndose en una trampa mortal. Y la paradoja, es que nosotros, los abanderados de los derechos de los animales, los firmantes de todas las causas animalistas, hemos colaborado en parte en su extinción.

No sé si el programa de introducción de ardillas en el Jardín del Túria continuará a pesar de la funesta experiencia. El antiguo cauce del Turia no solo se ha convertido en un territorio arriesgado para las ardillas, sino para los propios caminantes. Sólo hay que ver el carril bici, de uno y otro lado del río, transformado en un velódromo urbano por donde galopan veloces ciclistas y patinetes eléctricos saltándose alegremente y sin compasión la señal que indica que deben correr a la velocidad de paso de peatón. Resulta frustrante señalar cada día que aquello es un parque, un lugar por donde pasean niños, personas mayores, mascotas, mientras los emuladores de Induráin bajan como si fuera la copa del mundo del esquí alpino, las diferentes rampas de acceso al parque. Y Dios nos pille confesados. Y a salvo del carril bici.

Estos días los anuncios televisivos compiten en melodías dulzonas y sentimentales para revestir sus mensajes navideños. Es cierto que la navidad es un territorio propicio para el mejor kitsch, pero debo confesar que hay canciones que me cautivan y hacen que me olvide de todo lo que no soporto de la navidad. Una de ellas es Have Yourself a Merry Little Christmas y por supuesto cantada por Judy Garland. La canción estaba incluida en la banda sonora de una pelicula musical Cita en San Luis dirigida por el que era su entonces su marido, Vincent Minnelli y forma parte de esa edad de oro del musical americano entre los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX. La voz de Judy Garland, en esa mezcla de intensidad y ligereza, le dio a la melodía navideña una de sus cumbres interpretativas. Y ahí sigue desde entonces. Estos días se anuncia un biopic o biografía cinematográfica de Judy Garland con Renée Zellweger, exBridget Jones, metiéndose en la piel de la estrella en sus últimos días, antes que una sobredosis mortal de barbitúricos se la llevara al otro mundo en el verano de 1969. Otra actriz de final trágico, Jean Seberg, también tiene a punto su biografía en la pantalla. La encargada de proyectar las vicisitudes de la actriz americana y heroína de la Nouvelle Vague gracias a Jean-Luc Godard es Kristin Stewart, lejanos ya los tiempos de los Crepúsculos que le dieron fama. Jean Seberg mantendría una carrera cinematográfica entre Hollywood y Europa, destacando por su compromiso contra la segregación racial y la defensa de los derechos civiles. Su amistad con los Black Panthers la pondría en la lista negra y diana del FBI. Su cadáver fue encontrado en un coche en una calle de París. Aunque la policía dictaminó su muerte por sobredosis, su marido, el escritor Romain Gary, culpó al FBI, por la persecución que había sometido a la actriz, de ser el causante de su muerte.

Como en otras ocasiones, la muerte, con uniforme de tragedia, acaba convirtiéndose en el mejor aliado para escribir la leyenda. Y el biopic.

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