Una mirada crítica a la sociedad que conocemos nos produce un profundo sentimiento de disconformidad con lo que, en la actualidad, vemos. Son demasiadas las personas a quienes, en la práctica, no se les reconocen sus derechos más esenciales. Unas diferencias que nos escandalizan, la discriminación que se ejerce sobre ellas por todo tipo de razones, así como la subsiguiente pobreza y un largo rosario de negaciones al reconocimiento de su dignidad. Ser ciudadanos y ciudadanas de esta gran urbe que es la Humanidad supone asumir que lo que pasa en ese ámbito es una cuestión que nos concierne a todos. De una u otra manera somos responsables de lo que sucede. Unas veces por acción y otras por omisión, con nuestras decisiones y con nuestras pasividades, construimos y mantenemos lo que tenemos.

Desarrollar la ciudadanía lleva implícita la necesidad de responsabilidad. No se puede ser, con autenticidad, habitante de la ciudad sin ser responsable. Por eso, desde el convencimiento de que la dignidad personal es la meta a conseguir, debemos asumir que el conjunto de la población ha de formar parte de la solución. La ciudadanía responsable se expresa con el compromiso por alcanzar la plena dignidad. Eso supone, en primer lugar, que los valores de justicia, igualdad, solidaridad, respeto, sean los que definan la conducta y las decisiones respecto al trabajo, el estudio, las relaciones o la política. Se trata de que la ética impregne a la vida y que actúe de acuerdo con nuestros valores para construir una sociedad más equitativa.

Pero hay un grado más de compromiso en la expresión de la ciudadanía. Hablamos aquí de adquirir un compromiso de manera libre, sin obligación legal ni laboral de hacerlo. Un compromiso que se caracterice por la gratuidad. Que se enmarque en un programa de una organización y que supere lo que serían acciones puntuales o individuales. Que contemple tanto acciones concretas con personas concretas, como otras encaminadas a erradicar o modificar las causas que producen la necesidad o la marginación.

Nos referimos, en este aspecto, al voluntariado que es la mejor expresión de nuestros valores y que se aplica en campos como el de la cultura, la emigración, las personas mayores o la infancia entre otros. También consiste en la aplicación de nuestras competencias en apoyo de las tareas de la organización para la que se actúa. Por lo tanto y, de manera general, podemos decir que se trata de saber estar al lado de las personas acompañándoles en su camino a la dignidad.

Celebramos hoy el Día Internacional de la Acción Voluntaria y queremos invitar a la ciudadanía a contemplar en el voluntariado la respuesta a esa pregunta que solemos hacernos ante la injusticia, la desigualdad o el sufrimiento y que no es otra que la de qué podemos hacer. En la Fundación Novaterra acompañamos a personas en su particular «Viaje a la Dignidad». Y en ese acompañamiento, el papel de las personas voluntarias es esencial e insustituible; porque significa poner lo mejor de cada quien al servicio de otras personas y de una sociedad mejor.

Se trata de una acción concreta con personas concretas y, al tiempo, de un compromiso por hacer visible a la sociedad, a responsables políticos, empresarios, y a toda la población, que hay mucho que mejorar para conseguir el pleno reconocimiento de los derechos de todas las personas, que es lo mismo que decir el reconocimiento de su dignidad íntegra.

Esta jornada que nos recuerda al voluntariado es una llamada a nuestra conciencia para que pongamos lo mejor que tenemos al servicio de la sociedad encarnado en todas y cada una de las personas. Quizá alguien pueda pensar que es muy poco lo que una sola persona puede aportar. Es bueno entonces recordar aquel proverbio africano: «Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo pequeñas cosas, puede cambiar el mundo».