Conocí demasiado pronto las consecuencias del odio. Entonces ni siquiera sabía del alcance de tremenda palabra, construida con letras que, juntas, significan la más sonora de las agresiones, o la madre de todas las agresiones. Esa vez me lo contaron, quizá me lo contó mi madre: un hombre había atacado a otro en el barrio y le había arrancado, de una mordida, su oreja.

Esa historia, una más de las que escuché entonces, me ha perseguido toda la vida como una metáfora del descuido de los afectos, como el símbolo de lo último que puedes hacer, lo más perverso, para mostrar tu malestar o desacuerdo. Se empieza por el desafecto, se sigue por las palabras gritadas, y al final la sorda tentación, cumplida, de la agresión física.

Las guerras empiezan igual, primero están las palabras, los desacuerdos, los guiños despectivos, y finalmente uno de los dos dispara y el cielo se nubla con la metralla. Mi madre también contaba cómo empezó la guerra entre nosotros, en nuestro propio pueblo, pues la guerra civil se hizo, se construyó, alimentando el odio pueblo a pueblo. En cada pueblo se hizo un monumento chiquito, mezquino, al odio, y sobre ese monolito de porquería cada uno sentía que tenía razón en su odio contra el otro.

El caso de mi pueblo nada fue distinto, pues, a lo que ocurrió en cada pueblo de España. Primero fue la burla de las personas, por su condición social o económica, por su manera de ser o de preferir, por sus orientaciones políticas o de otro tipo. Esa burla luego se convirtió en delación, finalmente en detención y, en muchos casos, en asesinato, o en denuncia para que instancias arbitrarias pero judiciales terminaran atrozmente esta minuciosa construcción alevosa del odio.

Ahora ya han empezado las palabras, y en algunos casos los hechos. El odio se nota en la manera de hacer y de decir, y están encharcando de aguas malolientes, y maldicentes, el ámbito donde debe cuidarse el acuerdo y no el odio. Ese ámbito es la política, cuyo centro natural es el hemiciclo parlamentario. Puede interpretarse como anecdótico lo que sucedió en el hemiciclo cuando se puso en marcha la presente y aun breve legislatura. Señorías, aunque jóvenes o inexpertas, adiestradas ya en las dudosas virtudes del odio, expresaron en sus distintos juramentos desacuerdos muy básicos contra el sistema democrático que nos une, la Constitución. Y unos arrojaron contra otros sus formas de vivir el patriotismo, que es históricamente el árbol, escuálido muchas veces, en el que se basa la construcción del odio.

Esa imagen sucesiva de los juramentos es un muy peligroso precedente. Pues la mayor parte de los que, de un lado al otro del hemiciclo, usaron ese breve momento para poner sobre la mesa, sobre los escaños, armas de las cuales parece que nunca se bajarían. Y parlamentar significa hablar para buscar acuerdos. Machotes (hombres y mujeres), poseídos por la verdad de cada una de sus patrias, posaron para la posteridad que juraban por una cosa concreta («por España», incluso) y no por esa metáfora de una larga época, que es simple y llanamente la Constitución, que es la ley de la que emanan las leyes que hay que cumplir o reformar en cada legislatura. Los diputados no son votados, en cada convocatoria, para otra cosa.

Francisco Ayala, el académico que estuvo exiliado tras la guerra civil en varios lugares de América, me contó muchas veces una de las raíces de la guerra. No difería de lo que me decía mi madre acerca de lo que pasó en nuestro pueblo. Personas disgustadas, por cualquier razón, incluidas razones extremadamente privadas o espurias, denunciaban a vecinos a los que habían empezado por retirar el saludo. Luego venían todas las tropelías, de modo que al final las víctimas desconocían de veras las raíces de tanta inquina, y así hasta las puertas de la muerte o ante la muerte misma.

Ahora el lenguaje está alcanzando, en la nación, y en el mundo, su punto atroz de ignición. Están quemando las palabras; los insultos saltan de las redes a los parlamentos y a los medios; medias mentiras son medias verdades o, lo que es peor, mentiras y burlas absolutas, y el ciudadano (político, empresario, trabajador, cualquier) se siente indefenso, presto a que, en modo metafórico y real, cualquiera le retire el saludo o le muerda una oreja.

Cuidado. El odio es una planta que prospera en seguida.