Naciones Unidas aprobó en 2003 la Convención Internacional contra la Corrupción (CNUCC), refrendada por España en 2006. En su conmemoración se acordó instaurar el 9 de diciembre como Día Internacional de la lucha contra la corrupción. Este año se celebra bajo el lema «Unidos contra la Corrupción, por el Desarrollo, la Paz y la Seguridad» y coincide con la publicación el 26 de noviembre del acuerdo del Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea que aprueba la Directiva UE 2019/1937 relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, conocida comúnmente como la Directiva de protección de alertadores o denunciantes y coloquialmente por el término inglés de whistleblowers. Uno de los mandatos de la CNUCC es precisamente la obligación de los Estados de proteger a las personas que denuncian corrupción.

La corrupción deteriora el Estado de Derecho e impide su funcionamiento normal y es una grave amenaza para los principios que lo inspiran, generando injusticia, pobreza y desigualdad. Las sociedades más prosperas y democráticas son las que menor índice de corrupción sufren gracias a que cuentan con instituciones sólidas que han establecido consistentes marcos de integridad que previenen y detectan malas prácticas, conflictos de intereses y desvío de poder en la gestión de los asuntos públicos. Estos marcos de integridad conllevan firmes compromisos con la transparencia, los códigos de conducta de obligado cumplimiento, los comités éticos, los estudios de riesgo y planes de prevención, la rendición de cuentas, sistemas independientes y efectivos de control interno y externo, y cauces ciudadanos de participación. Y como última «ratio», una Justicia con medios.

Estas son las estrategias de integridad pública que hacen fuertes las instituciones. La corrupción se ampara precisamente en la inexistencia, debilidad o ineficacia de esos marcos de integridad, en la opacidad y el secreto para perpetuarse, y también en el miedo. Una de las causas de la persistencia e impunidad de la corrupción es el miedo a denunciar. Este miedo se sustenta en una cultura generalizada que ha considerado socialmente normal la corrupción pública, y también en la ausencia de canales seguros y confidenciales de denuncia, y en la falta de un sistema de medidas protectoras para que el denunciante no sufra una situación de desamparo, quedando a merced de represalias de las tramas corruptas, especialmente cuando están incrustadas en el poder político o en las tecnoestructuras administrativas.

«Las personas que trabajan para una organización pública o privada o están en contacto con ella en el contexto de sus actividades laborales son a menudo las primeras en tener conocimiento de amenazas o perjuicios para el interés público». Así comienza la Directiva que reconoce que al informar sobre infracciones del ordenamiento jurídico perjudiciales para el interés general, estas personas desempeñan un papel clave en la protección del bienestar de la sociedad al poner al descubierto conductas infractoras que lo ponen en riesgo o lo dañan.

Entre las conductas nocivas que la Directiva señala y para cuyos denunciantes ordena a los Estados que legislen sobre su protección se encuentra, en primer lugar, el fraude y la corrupción en la contratación pública de obras, servicios o suministros y también cualquier actividad ilegal que pueda suponer fraude y corrupción en la gestión de gastos, recaudación de ingresos o manejo de fondos y activos. Pero la Directiva va más allá y se refiere también a conductas propias, por regla general del sector privado cuando afectan al bienestar público, citando explícitamente comportamientos dañinos en ámbitos como el financiero, con expresa mención a la crisis económica provocada por graves deficiencias en el sector bancario; la seguridad en materia de la salud, el consumo y alimentación; la seguridad en el transporte; la protección del medio ambiente; la seguridad nuclear relacionada con la energía atómica; la protección de datos personales, etc. En consecuencia, la Directiva no solo ordena proteger al denunciante de corrupción pública sino también al que denuncia corrupción en el ámbito privado en tanto que pueda afectar al bienestar colectivo. La Directiva ordena a los Estados miembros de la UE para que legislen, en el plazo máximo de dos años, la protección efectiva de los denunciantes y la creación de canales seguros y confidenciales de denuncias, internos y externos, tanto en el ámbito de las administraciones públicas como de las empresas privadas a partir de determinadas condiciones.

La Directiva reconoce que existen Estados que ya han avanzado en esta protección. No es el caso del Estado español, que hasta hoy carece de una estrategia nacional de prevención y lucha contra la corrupción. Sin embargo y a pesar de ello, la Comunitat Valenciana se adelantó tres años a la Directiva, al aprobar en 2016 la ley de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción, que creó un canal seguro y confidencial de denuncias y el Estatuto de la Persona Denunciante, considerando persona denunciante a cualquier persona física o jurídica que comunique hechos que pueden dar lugar a exigencia de responsabilidades legales, confiando a la Agencia la misión de protegerla contra represalias y a velar para que estas personas no sufran ningún tipo de aislamiento, persecución o empeoramiento de las condiciones laborales o profesionales, ni ningún tipo de medida que implique cualquier forma de perjuicio o discriminación. Para poder actuar con efectividad, se ha otorgado a la Agencia potestad para imponer sanciones que pueden alcanzar los 400.000 €. Gracias a esta ley, la Agencia ofrece un canal seguro de denuncias y protege actualmente a diecinueve personas. Un dato para la reflexión.