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La alta cultura valenciana, ¿dónde está?

Resulta descorazonador el estado de afasia general de la alta cultura valenciana en los últimos tiempos bajo el gobierno de las izquierdas. El tripartito está para otros menesteres, y la propia idea de «alta cultura» parece producirles una cierta urticaria ideológica a muchos de sus dirigentes. Qué lejanos parecen los tiempos de Ciprià Ciscar, de la propia Carmen Alborch, cuando la izquierda, siquiera divina, era absolutamente hegemónica en el territorio cultural de València.

El propio Pérez Casado, a quien suele consultar asuntos locales el alcalde Joan Ribó, no parece tener demasiado éxito en esta materia pese al entusiasmo por la política cultural que siempre mostró durante su mandato de la mano de Vicent Garcés, mentor de la secretaria orgánica de cultura de los socialistas, Ana Noguera, hoy aparcada en esa residencia de políticos fallidos que representa el Consell Valencià de Cultura.

Pero primero entendámonos. ¿Qué es eso de la alta cultura que dicho así, suena tan mal? Solo la moda y la cocina emplean ese epíteto -alta- para significar el más elevado grado de excelencia en sus creaciones. La arquitectura o la música utilizan el calificativo «culto» para subrayar un aspecto equivalente. La pintura, en cambio, oscila entre la «clásica» y la de «vanguardia», mientras que las artes narrativas como la literatura o el cine se cualifican marcando distancias entre lo «bueno» y lo «comercial». Pero en el fondo hablamos de lo mismo: alta cultura, es decir, las mejores expresiones del talento artístico en cualquier orden de magnitud y lenguaje.

Algunos, en cambio, confunden la alta cultura con elitismo. Nada más lejos de la realidad. Cierto que el disfrute y aprecio de esas manifestaciones cultas requieren una sensibilidad y un conocimiento más complejos de lo habitual, pero precisamente por eso corresponde a los poderes públicos -con la inestimable ayuda de las fundaciones privadas sin ánimo de lucro- su fomento, primero en clave educativa y posteriormente custodiándola, promoviéndola y hasta produciéndola si es preciso. Esos y no otros fueron los motivos por los que la vieja izquierda impulsó a partir de los años 80 la construcción de auditorios, museos y cuanto contenedor, algunas veces sin venir a cuento, se terciaba.

Sin embargo, toda aquella corriente -que el PP, por cierto, no eliminó, y a la que en algunos casos incluso sumó-, se ha remansado. Ahora prima la cultura de la inauguración, del vernisage y de las galas de autobombo. Se acude a las manifestaciones culturales a verse y poco más. Después de una primera legislatura de aterrizaje, liquidación de cargos y chiringuitos y alguna que otra golfada, no quedó más que la exaltación identitaria y un sistema de elección de directivos pretendidamente ejemplar y que, en el fondo, esconde la falta de un proyecto real para la cultura valenciana.

Las cosas han ido a peor en este segundo mandato. Un hombre sensato como el historiador Albert Girona se ha vuelto a su casa. Y no existe ningún proyecto potente que levante el ánimo de los verdaderos creadores. El «popularismo» cultural lo invade todo y solo una figura incontestable como Plácido Domingo es recibido con entusiasmo pese a sus controversias privadas.

La política audiovisual, por ejemplo, naufraga en manos de la incompetencia de la nueva televisión y la Mostra resucitada tampoco parece tener norte ni, tampoco, sur mediterráneo, convertida en uno más de los festivales de andar por casa que proliferan en cada barrio de la ciudad. Precisamente esa es la política que más gusta a Ribó, la de barrio, el mismo concepto que entusiasmaba las rancias emisiones de Carmen Sevilla, José Manuel Parada o Concha Velasco.

Tampoco arranca el Principal, ni el Rialto, sobrepasados las más de las veces por la efervescencia de las pequeñas compañías y la buena gestión de los hermanos Fayos en sus teatros, echándose en falta un apoyo más decidido a figuras del tamaño de Sanchis Sinisterra, Carles Alfaro o Carles Alberola con programas de colaboración público-privados, una fórmula que sigue inexplorada en la actualidad a pesar de que ya todo el mundo es consciente de la limitación de los recursos públicos y de su priorización hacia otras urgencias más sociales.

Carecemos de un centro de altos estudios, ni siquiera de nuestra historia singular, la foral, entretanto los historiadores se tienen que pagar con sus magros fondos universitarios congresos como el de las Germanías. No hay ningún espacio museístico o archivístico dedicado al Siglo de Oro del Reino valenciano al tiempo que permanece cerrado por el Arzobispado el Monasterio de la Trinidad por donde deambularon Jaume Roig, Isabel de Villena e incluso Ausiàs March y Joanot Martorell.

Se mantienen dos orquestas sinfónicas en la ciudad de València, más un coro profesionalizado y el centro de estudios para canto, pero no hay un circuito programado por los diferentes auditorios de la Comunitat, muchos de ellos infrautilizados con actividades de bandas, fallas y fogueres, de resultas de unos ayuntamientos que prefieren gastar en festes y música ligera. Nos olvidamos, por ejemplo, que la Capella de Ministrers de Carles Magraner es uno de los mejores conjuntos europeos de música antigua, a la altura de Jordi Savall, y que podría ser el custodio concertante del cancionero del Duque de Calabria, el más importante del mundo en su época que hoy se guarda en la biblioteca de Uppsala.

Y hablando de bibliotecas y de Calabria, allí está San Miguel de los Reyes, rodeado de basuras y solares sin que nadie se ruborice por el abandono de nuestro monumento jerónimo y memoria de tiempos fatídicos. Puede que no haya imagen más rotunda de la política cultural que ahora mismo no tenemos.

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