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Tener oficio

Hace unas semanas las redes difundieron unas declaraciones de Alfonso Guerra indiscretas pero sinceras. No cree que sea constitucional la discriminación positiva que señala penas diferentes para los mismos delitos si los comete un varón o una mujer. Yo tampoco, y de tan obvio que me parece no lo voy a glosar.

Además, lo relevante de las declaraciones era otra cuestión. Siempre según Alfonso Guerra, el presidente del Tribunal Constitucional le tranquilizó acerca de la imposibilidad de que semejante ley pudiera ser aprobada por el alto tribunal. Pero, para sorpresa del político, cuando el texto superó los recursos presentados, el magistrado justificó su cambio de parecer porque habían sido muchas e insoportables las presiones recibidas.

Obviamente, el magistrado intentaba excusarse, pero hizo en realidad todo lo contrario. De ser cierto lo anterior, el juez habría demostrado valorar mucho su cargo y muy poco su oficio. Y hasta es probable que escalara a tan alta responsabilidad precisamente por ello, y que los políticos que lo nombraron lo prefirieran entre otros colegas porque suponían que llegado el momento obraría así.

Lógicamente, nada de lo anterior excusa al magistrado, sino que lo inculpa todavía más, como dicen los juristas, por su responsable connivencia en las causas remotas no ya del suceso concreto, sino del malogramiento del orden institucional que tenía la responsabilidad de custodiar, aunque fuera con grave perjuicio propio.

Tener a personas que se conducen así en las más altas responsabilidades públicas es una calamidad sin paliativos para nuestro país, con consecuencias de todo tipo, la menor de las cuales es servir de coartada para quienes atentan contra el orden constitucional alegando la politización de la justicia española y la baja calidad de nuestra democracia.

Nadie se sorprenderá de lo mucho que este juez deseaba mantener su cargo. Por desgracia lo sospechamos casi por sistema de cuantos consiguen el apoyo de los partidos políticos para obtener responsabilidades. Y tampoco nos habríamos caído del guindo si lo hubiera negado en público con toda clase de argumentaciones mendaces. Pero todo eso no son más que consecuencias de una deserción previa y, a mi juicio, fuente de las demás. Ese juez en algún momento dejó de sentirse atado a su misión de juzgar con justicia y ateniéndose sin excepción a lo que le impusiera la evidencia jurídica.

Es claro que se trata de un caso muy destacado, sin embargo, lo que de verdad sería preocupante es que dicha forma de proceder fuera frecuente en general en muchos otros ámbitos y oficios. Y es a ese respecto que nuestro infortunado juez puede ser una muestra única pero significativa de un modo de ser frecuente entre nosotros.

A mis alumnos les cuento que en mis escasas estancias prolongadas en países de nuestro entorno me maravillaba la pulcritud y concentración con la que los conductores de los autobuses públicos cuidaban de su ruta y puntualidad, del celo con la que los carteros afrontaban y superaban las dificultades para llevar a su destinatario una carta con la dirección mal puesta, o de la unción casi sacerdotal con la que los bedeles cuidaban de los libros y del silencio en sus bibliotecas. Por supuesto que se podía encontrar lo contrario, pero lo admirable era la frecuencia y la diversidad de oficios que merecían esa dedicación por parte de quienes los ejercían.

Desde entonces estoy persuadido de que ahí se encuentran las auténticas causas de la riqueza de las naciones, y no me refiero solo ni principalmente a la riqueza económica, sino a esa clase de riqueza más primordial que dispone a las personas a llevar una vida provechosa para los demás mediante el ejercicio de una misión tal vez modesta pero que requiere del propio esfuerzo y habilidad.

Ese amor a los oficios distingue a las sociedades donde se hace predominante, hasta el punto de que les hace merecer y disfrutar de la condición de civilizadas, incluso antes de poseer niveles altos de renta y bienestar. De hecho, cuando abunda esa dedicación al propio oficio, en esas sociedades circula anónima la gratuidad benéfica de cartas imposibles que llegan a su destinatario, de puntualidades exactas en las que se puede confiar de antemano para hacer planes diarios, de ambientes de estudio donde se experimenta que la perfección del propio trabajo es también un asunto de interés general.

A veces se escucha decir, incluso a extranjeros, que lo bueno de nuestro país es que mientras en otros se vive para trabajar, aquí se trabaja para vivir. Ni esos extranjeros ni nuestros nativos que se regodean en el elogio resultan muy sagaces al respecto. En realidad, solo quienes saben vivir con toda intensidad para su trabajo pueden disfrutar de una vida con la plenitud de una personalidad lograda; los demás malviven cuando trabajan porque se arrastran al hacerlo si es que no lo detestan, y malviven el resto del tiempo porque se les convierte en una disipante fuga.

Solo quien procura con afán la exactitud en su oficio pone en lo que hace algo de sí mismo que no puede comprarse ni venderse y, por lo tanto, que solo se da libérrima y gratuitamente, aunque se cobre un sueldo por hacerlo. En realidad, solo ese afán nos hace libres en lo que hacemos, pues cuanto se hace sin ese empeño está suficientemente pagado con el sueldo o el precio que cuesta, y, por tanto, nuestra vida misma resulta tener precio (los antiguos le llamaban esclavitud).

Solo se persona en lo que hace el que convierte la misión de su oficio en un asunto personal. Por eso el trabajo terminado con exacta pulcritud es de auténtico interés público: preservan la condición de ciudadanos, es decir, la libertad, aquellos que teniendo que trabajar lo hacen con un celo y dedicación que va más allá de lo estrictamente necesario, y que, por consiguiente, no se puede pagar más que con la gratitud de su reconocimiento.

Ese exceso de los que trabajan como si vivieran para trabajar, es el que en realidad permite vivir como si solo se trabajara para vivir.

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