Nada actúa contra su naturaleza. Este principio, que nos parece obvio aplicado, por ejemplo, a las especies animales, no lo acabamos de entender cuando se trata de nuestras propias estructuras culturales. Por decirlo de una forma más popular, los países ricos y los que pretenden llegar a serlo -todos ellos con grandes desigualdades de renta, por supuesto- queremos nadar y guardar la ropa. Queremos crecer y, a la vez, preservar el medioambiente y disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, los únicos años en los que en España se han reducido de forma efectiva las emisiones, han sido los de la crisis económica de 2008, un suceso que nadie deseaba y que sigue coleando.

Si observamos las gráficas de crecimiento del PIB y del incremento de emisiones, comprobaremos que si la una crece, la otra también. No se ha dado, hasta la fecha, el prometido desacoplamiento entre crecimiento y minimización del impacto ecológico del mismo. Mientras nuestro principal objetivo económico sea el crecimiento exponencial, tendremos que quemar combustibles fósiles para conseguirlo, pues son las fuentes energéticas más eficientes. Pero ¿no podríamos como nos dicen muchos políticos, instituciones y grupos ecologistas, hacer una transición a una economía descarbonizada 100x100 renovable? Claro que podríamos, a través de una gran revolución sostenible, pero no manteniendo nuestro actual nivel de consumo de energía primaria ni, por ello, seguir creciendo. Si consultamos el histórico del consumo de energía primaria global, comprobaremos que crece linealmente el uso de todas las fuentes de energía, excepto la nuclear, que permanece estable. Pero lo más preocupante es que más del 80% de la energía primaria proviene de fuentes fósiles: petróleo, carbón y gas, esenciales para mantener el crecimiento económico. No parece probable que en dos o tres décadas podamos sustituir ese porcentaje por renovables y sin decrecer, teniendo en cuenta su menor capacidad energética.

Por tanto, cuando Carolina Schmidt, presidenta de la COP25 habla de reducir las emisiones un 55% para 2030, y por lo tanto disminuir radicalmente la quema de combustibles fósiles, debe pensar en las consecuencias -y verbalizarlas- de dicha transición energética, y los plazos temporales y logística necesarios para llevarla a cabo. En la práctica, por condicionantes de disponibilidad de territorio, materiales específicos y logística, es improbable que un escenario de fuentes de energía 100%100 renovable -lo que sería necesario para la deseable descarbonización de la economía en 2050- pueda suministrar más del 60% de la energía primaria que actualmente consumimos. Hablamos no sólo del consumo de electricidad, que es lo más fácilmente transformable, sino todo el consumo global vinculado al transporte, a la industria pesada, la minería... Es por ello que las declaraciones, mientras sean palabras, pueden aprobarse, pero no llegan luego fácilmente a convertirse en hechos. Porque el acuerdo denominado Chile-Madrid. Tiempo de Actuar, contra lo que su enunciado dice, lo que hace es postergar las actuaciones importantes y los compromisos -mercado de carbono, compromisos de disminución de emisiones por Estados...- a la próxima cumbre de Glasgow.

Sin embargo la contracumbre sí fue sorprendentemente eficaz en lo que se proponía: mostrar una nueva generación de jóvenes conscientes, comprometidos y bien coordinados, mezclando la exigencia a los políticos con una fundada duda sobre su capacidad real para cambiar las cosas. El resultado de la COP25 refuerza esta razonable duda. Los gobiernos no están libres de esa necesidad de crecer, verdadera inercia suicida que rompe con la lógica del reequilibrio: si actualmente tenemos una huella ecológica global de 1´5 planetas -y solo tenemos uno- ¿de verdad alguien en su sano juicio insistiría en seguir creciendo? Los resultados de este malentendido progreso ya los estamos padeciendo: incendios devastadores, mayor frecuencia e intensidad de huracanes, desertificación galopante, sequías, lluvias torrenciales, deshielo acelerado, subida tangible del nivel del mar, extinción irreparable de especies... No es algo que pueda ser defendido; sigue por simple inercia e intereses sectoriales, pero nos está llevando al desastre y a un verdadero declive civilizatorio.

La vía institucional, en la línea de la cumbre de París, fija unos objetivos realmente ambiciosos, pero no logra aprobar la armadura legal que permitiría llevarlos a cabo, al no ser globalmente vinculantes. La respuesta social, con Greta y el conjunto de nuevas asociaciones y plataformas globales que se suman al ecologismo ya existente, apuntan a la necesidad de una revolución social y de nuestro imaginario, pero no tienen los instrumentos necesarios para su realización. De esa tensión entre las instituciones y el activismo creciente, y a la sombra de los nuevos acontecimientos que vayan viniendo, se escribirá la historia de la transición cultural y energética ante la crisis ecológica y climática, nuestro mayor reto para el siglo XXI.