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Por cuenta propia

Prescindibles

Mucho antes de que El cuento de la criada nos colara en casa el horror de un país envilecido debido a una Humanidad que se había vuelto infértil, el cineasta Alfonso Cuarón recreó en pantalla grande, y con todo lujo de recursos especiales, la locura frenética de un mundo donde hombres y mujeres se saben los últimos de su especie y en el que un embarazo se convierte en un pequeño milagro que debe protegerse de la ciega codicia de las personas a las que viene a perpetuar. Ambos ejemplos (los dos tomados de la literatura) parten del supuesto de que, ante la hipótesis de nuestra irremediable extinción, posibilitar la vida en el futuro, la que no existe aún -una vida abstracta e incierta, por tanto-, se convierte en una obsesión superior a nuestra propia supervivencia.

Una distopía es una representación de una sociedad futura, parecida a la nuestra, pero con rasgos alienantes. Es una proyección posible al otro lado del espejo de la realidad, y por eso supone un alivio saber que al apagarse la luz de la pantalla, regresaremos a nuestro orden actual, como quien despierta de una pesadilla. Pero algunas situaciones imaginariamente terribles ya son bien reales, al menos en ciernes, porque lo que hace un relato distópico es deformar determinadas circunstancias del presente para darles un desenlace que nos parece extremado a pesar de su aspecto verosímil.

Hoy en día llama poderosamente la atención que las estadísticas de natalidad sigan ocupando el interés político por otra razón que no sea la de la libertad de la mujer para decidir si quiere o no reproducirse, pero la realidad es que una tercera parte de mujeres españolas posponen esa decisión por causas ajenas, es decir, porque se lo impide su trabajo o porque no les llega el dinero para hacerlo. Sólo el 12% de las no-madres lo son porque así lo han escogido. Que se tengan hijos es bueno para el sistema de pensiones, para la Seguridad Social, para Hacienda. Garantizan que alguien seguirá pagando los impuestos, que contribuirá con su nómina al sostenimiento de la paz social. Y sin embargo la media de nacimientos se reduce, registra sus mínimos históricos, y muchas trabajadoras en edad fértil siguen siendo vistas por sus empleadores como una apuesta de riesgo. Las mujeres jóvenes no paren, o lo hacen menos, porque no quieren quedar excluidas de la posibilidad de promocionar sus carreras profesionales -como explican las científicas, por ejemplo-, o porque si apenas les llega el sueldo para pagar el alquiler cómo van a plantearse alimentar una boca más. Seguimos obteniendo muy poco respaldo.

Hay algo perverso en un sistema que se funda para perpetuar la especie sin asegurar la felicidad de las personas, que las convierte en prescindibles. Que garantiza los privilegios de una pequeña élite, incluso cuando no hay dinero suficiente para proteger la estabilidad de todos sus otros colectivos. Los jubilados llevan tiempo advirtiendo de que las pensiones para las que estamos cotizando no dan para vivir. El Gobierno permite con sus leyes que se facilite el despido hasta de quién se atreve a pedir una baja por enfermedad. El Gobierno ha mirado hacia otro lado durante años en que falsos trabajadores por cuenta propia se sometían al capricho de un empresario que no los quería contratar; saltaba a la vista que los "riders" de las plataformas de mensajería no eran el prototipo de emprendedor hecho a sí mismo. Nos creemos más humanos que las jaurías violadoras, que los tiranos genocidas, y por eso los denunciamos, criticamos y condenamos públicamente. Pero mientras tanto cometemos nuevas formas de esclavitud que camuflamos de progreso.

Chesterton escribió que "la ficción es una necesidad". Puede que sea necesaria para explicar cómo se relacionan nuestros impulsos para autodestruirnos, para anticiparnos cómo podemos llegar a reaccionar ante la tesitura de ser humanos o supervivientes. Sí que es el dinero y sí que son los privilegios; ambos determinan el bando de esa supervivencia, esta selección natural que no depende de nuestra resistencia sino de quién maneja el poder.

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