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A vuelapluma

El valenciano, en el rincón

El conseller Vicent Marzà, en uno de esos plenos vespertinos de las Corts que casi nadie escucha, le contestó a la diputada ultra Llanos Massó, que se interesaba por la inmersión infantil en valenciano, que por qué no lo hacía por la de inglés. El conseller, en proceso de catapulta política, se contestó: «No están defendiendo el español, están contra el valenciano».

Esta semana hemos visto cómo el PP pone sus abogados a disposición de los centros educativos para recurrir lo que llama la ley «de imposición lingüística», la del trilingüismo, declarada legal en su forma actual por los tribunales. Al mismo tiempo, un medio de comunicación en valenciano (el diario La Veu) anunciaba el cierre por falta de financiación. Las ayudas públicas a estos proyectos están bloqueadas mientras la investigación judicial que tiene en el punto de mira al hermano del president de la Generalitat y, de paso, al director general de Política Lingüística, sigue su curso.

La sensación es de bucle. El valenciano siempre como problema y fuente de conflicto, nunca como un elemento más en la vida alegre y cotidiana de un país normal. No es igual, porque el tiempo algo hace, pero parecido los años ochenta y noventa del siglo pasado. Parecía que la situación se había reconducido con la llegada de los gobiernos del PP. Cuando ya no interesó un foco de incendio social en la calle. Se buscaron vías para apagarlo. Parecía que habían funcionado. Pero ya en la época de Alberto Fabra y María José Català, cuando el poder popular se tambaleaba, intentaron asir ese clavo ardiente. Han seguido después, aunque los resultados tras la primera legislatura de la izquierda coaligada, no les han sido buenos: el PP ha retrocedido en votos y le ha salido un ala más radical por la derecha que directamente cuestiona todo lo que no sea español y tenga que ver con valenciano y autonomía. La reacción, a la vista de las iniciativas últimas, es pelear ese mercado, que está más en la oposición al valenciano si no es reducido a una posición residual que en la defensa del español.

El contexto del conflicto catalán ayuda a todo este panorama, pero es un factor de distorsión: cualquier comparación entre la realidad valenciana y catalana, en el plano educativo o social, es irreal. Solo sirve como fantasma, espantajo que enarbolar para asustar. Como dijo hace unos días Arcadi España, otro conseller en crecimiento político, «la verdad tiene poca credibilidad» en estos tiempos del Brexit, Trump y el procés.

La realidad, al margen de grandilocuencias y amplificaciones políticas, es que estamos más o menos dónde estábamos en los años 90 del siglo pasado. Con el valenciano en la cofradía del perpetuo conflicto y con necesidad de auxilio público en la calle, como muestra el último proyecto comunicativo en lengua propia que fracasa. Por sí solo, sin oxígeno público, el valenciano no resiste socialmente, como sucede con todas las lenguas debilitadas y cuestionadas. Faltaba el arzobispo para bendecir al enfermo: ni siquiera la Iglesia sale de ese ámbito de conflicto con el valenciano. Mientras, que todo siga igual, con la lengua en un rincón.

«La política actual ha perdido las palabras grandes», me decía esta semana un político en activo pero alejado del primer plano. Lo triste es que nos damos cuenta cuando salimos del foco. Avanzamos algo con la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL), pero ha quedado pendiente un acuerdo (una de esas palabras grandes) sobre la educación en valenciano. Mientras, así está la morta viva, en el rincón, pero viva, pese a achaques. Algo tendrá que tanto miedo da a algunos. Quizá ser la clave de bóveda de una (presunta) identidad colectiva.

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