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A vuelapluma

Alfons Garcia

Para acabar el año

El tiempo parece más presente cuando los años se despiden. En días como estos la fugacidad de la vida llama a las conciencias, como cuando la muerte, esa compañera callada y tímida, se te cruza en la calle. Vivo a dos pasos de una iglesia. Hay días que al pisar la calle me encuentro el coche funerario cargado y con las inevitables coronas («Tu familia no te olvida», más una obligación que una descripción). Miro la cara de extrañeza de las niñas que pasan hacia el colegio. No quieren entender. La desaparición es tan lejana cuando se tienen 10 años. Yo, ahora, con muchos años más, hago lo mismo. No quiero entender. Mejor girar la vista, seguir caminando, no importa el destino. Andar. Un paso más.

De eso se trata. Continuar. Sin mirar atrás demasiado. Supongo que es el cimiento del progreso, aunque comporte la injusticia con el presente. 2019 ha sido el año de la emergencia climática y de la desigualdad social, la herencia de una crisis que iba cambiar radicalmente un sistema financiero que no ha cambiado nada, salvo retoques cosméticos.

El panorama no es ideal. Basta coger un coche con conductor o pedir comida en casa para descubrir las nuevas formas de precarización del trabajo y de casi esclavitud de la nueva economía tecnológica. Pero somos injustos también con el presente: nunca hubo en el pasado tanta gente en el mundo que viviera en condiciones decentes. El pequeño éxito de esta sociedad es que hay algunos que tienen mucho, pero no viven en condiciones superlativamente mejores a las del grueso de los mortales. Con más abundancia y lujo, sí, pero no mucho mejor. Eso no ocurría en siglos pasados. Algo así deben de ser la justicia social y el progreso: el éxito de la clase media.

Algo así deberían ser los desafíos del futuro: intentar que las diferencias converjan algo más, sin dejar de haberlas, porque las sociedades monolíticas son un fracaso probado.

Quizá debamos ser más justos también al evaluar el entorno político cercano. Parece lejano, pero 2019 ha sido el año en que la ciudadanía refrendó que la gobierne una coalición de izquierdas. Todo un hito si se compara con el entorno. El problema es que 2019 es también el año de nuestra extrema derecha, que ya no es cosa de otros, sino que está aquí, viva y pujante, esperando alianzas y aprovechando el desconcierto general. Como creo en la inteligencia, supongo que 2020 será el año en que los progresistas de distinto pelaje y origen territorial tomarán conciencia de que, si no son capaces de juntar egos y proyectos y aparcar miserias, lo contrario son gobiernos con la extrema derecha. No es un cambio pequeño. Hasta ahora, la derecha aletargó proyectos, maquilló detalles, pero no derogó ninguno de los grandes avances sociales y en derechos civiles. El viento que amenaza es otro. La extrema derecha quiere borrar, eliminar y desandar.

2020 debe de ser un año de transición en la política valenciana. Lo más llamativo hoy es que ninguno de los líderes actuales está claro que vaya a protagonizar el futuro a corto plazo (2023). Ximo Puig cumplirá dos mandatos y a ver qué hace, Mónica Oltra acumula dos derrotas sin alcanzar el liderazgo progresista, Isabel Bonig tiene una batalla pendiente con Génova, Toni Cantó tiene un partido en sangría constante y Rubén Martínez Dalmau dijo que solo tocaría poder una legislatura. La consecuencia es un plus de incertidumbre y sobreactuación que no ayuda a unos y otros a centrarse en lo importante: gobernar y pensar en los otros más que en el futuro personal y en las guerrillas de cada partido. Puig acaba de dar un paso contra su palabra y por la estabilidad. Pero queda un superávit de incertezas que contamina el buen año para la izquierda valenciana. Tanto que casi se olvida.

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