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El desliz

Emoji, al fin lo digo

Que se haya acabado el año sin haber escrito jamás la palabra del año da fe de lo periclitada que estoy. «Periclitada», esa sí que es una bonita palabra que nunca ganará un premio. En efecto, ya estamos en el año 2020 y escribo por primera vez «emoji», escogido por los prebostes de la lengua castellana como el término capaz de definir el calendario que acabamos de descolgar del gancho de la cocina. ¿En serio? Le podemos poner una carita con los ojos como platos. La elección ha sido recibida con cierto escepticismo por quienes objetan que ni siquiera es una palabra, y añadirían una caca con ojos dirigida a un comité seleccionador del nivel del que se encarga de nuestra participación en Eurovisión.

He tenido que documentarme para distinguir «emoji» de «emoticono», que es la que uso y encuentro más bonita porque encierra emoción e icono. Cómo va a ser la flamenca de la bata de cola roja un «emoji». El caso es que los invasivos emojis han sido encumbrados al podio que años atrás ocuparon expresiones como «escrache», «selfi», «aporofobia» y «microplástico», unas con más justicia que otras.

No queda muy claro cómo es que un organismo como la Fundación del Español Urgente (Fundéu), promovida por la Agencia Efe y BBVA, dedicada a la promoción de la lengua castellana y a velar por su correcto uso, nos empaqueta para regalo de Navidad un vocablo japonés, un neologismo para definir los ideogramas que se emplean en los teléfonos inteligentes para ahorrarnos teclear palabras de verdad, o sea, usar el idioma. El emoji es de vagos. Resulta tan chocante como que la Unió de Pagesos eligiera las algas wakame como ensalada del año. No sé a qué vino tanto entusiasmo al elogiar las virtudes de los dibujos que dentro de unos pocos años sustituirán por completo a las letras y a las palabras como elementos de comunicación. A no ser que les emocione la perspectiva de verse trabajando en un McDonald's.

«Puede que los emojis sean lo más cercano a un lenguaje universal que ha creado nunca la humanidad», dijo Mario Tascón, presidente de la Fundéu para explicar su elección. Pues qué pereza, porque no son tan irritantes como los mensajes de voz, pero casi. Los emoticonos, como los jeroglíficos, hay que interpretarlos y yo no he estudiado suficiente psicología. Todavía me choca recibir una carita que lanza un beso de amor en el mensaje de trabajo que me envía una señora a la que no conozco personalmente. O ver los dedos de la palabrota en el chat de madres. «¿No estás bien?» «Sí, ¿por?» «Es que has mandado la cara de agobio enfadada». «Perdona, quería mandar la de agobio sonriente», (carita con los ojos guiñados y la lengua fuera). Recibo las notas de los niños con emojis y no sé si la sonrisa con ojos pequeños es peor que la de ojos grandes, y si la de doble dentadura representa un sobresaliente. A mi alrededor hay personas que jamás mandan emoticonos y ponen los signos de apertura de interrogación y exclamación. También quien no ha vuelto a contestar con letras si puede usar pulgares arriba, abajo, dos manos zen o el brazo musculoso. He recibido mensajes opuestos de Navidad de españolistas e independentistas formados por dibujos, en plan secreto encriptado, y mensajes de fin de año formados por emoticonos que ni sabía que existían. No tengo ni tiempo ni energía para descifrarlos. Los contesto con el de los ojos en forma de corazón y quedo como dios.

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