Estos días, a la vez por razón de que ha empezado un nuevo año y por la reciente cumbre climática que ha tenido lugar en Madrid, se han vuelto a poner en juicio los estados de las atmósferas de las grandes ciudades. Madrid y Barcelona han comenzado a hablar de sus atmósferas urbanas y sus responsables políticos han vuelto a ser objeto de críticas: los conductores se quejan de las restricciones de tráfico pero cuando consiguen aparcar siguen quejándose de lo contaminado que está el aire. Para recortar la circulación de vehículos contaminantes se dictan nuevas normas. Madrid hizo y deshizo los planes de circulación que intentaban un inicio de racionalización del tráfico que fueron reformados a la baja por los nuevos gobiernos.

Pero entre las opiniones que destacan estos días llama la atención, por lo atrevida, la pronunciada por la presidenta de la Comunidad de Madrid: dice que aunque la contaminación urbana sea un hecho, nunca nadie hasta hoy ha muerto como consecuencia de ese fenómeno. Sorprende que personas tan importantes y que disponen de tantos asesores en su entorno, que cuestan mucho dinero a los contribuyentes, sean tan inconscientes en lo que dicen (y consecuentemente en lo que deciden en su labor de políticos).

Afirmar que nadie ha muerto por la contaminación atmosférica urbana constituye una afirmación torpe a la vez que malvada. Resulta fácil para las personas con poder político acceder a una información que contenga los siguientes datos: la población de Madrid ciudad, por ejemplo, es aproximadamente de 3,2 millones de habitantes, mientras que la vida media de los madrileños es una de las más largas de Europa y del mundo: 85,2 años. La estadística de los grandes números permite sacar conclusiones, solo del tipo general, que en el caso que nos ocupa permite calcular que con estos datos los madrileños viven como media un total de 85,2 años x 365 días/año, lo que arroja 31.098 días en total. Es decir, que cada día corresponde morir a una fracción 1/31.098 de la población. Un razonamiento sencillo permite estimar que en una demografía provisionalmente considerada estable para este cálculo, de los 3,2 millones de habitantes deberían morir diariamente 103 personas (3.200.000 habitantes /31.098 días/habitante).

Si se consulta la estadística diaria de los fallecimientos que se producen la capital de España se puede comprobar que la realidad no se aleja demasiado de esos datos€ en condiciones de tiempo meteorológico estable y como media a lo largo de un año. Pero si se analiza esa mortalidad en situaciones de crisis climática (esa que según la presidenta madrileña «no mata a nadie») existen pruebas de que en las peores situaciones de inversión térmica, sobre todo en invierno, esas cifras de mortandad diaria llegan a duplicarse y más. Los abundantes registros de esas incorrectamente llamadas situaciones climáticas excepcionales confirman lo que acabamos de decir. Basta consultar los datos municipales a la vez que los meteorológicos. Y no se trata de excepciones, sino de estados relativamente frecuentes a lo largo del ciclo anual del tiempo atmosférico.

En general, las situaciones más graves de contaminación acumulada y de difícil dispersión se dan durante el invierno, con buen tiempo meteorológico y sobre todo en ciudades que, como la mayoría de los casos en todo el mundo están situadas no en las crestas de las montañas, sino en las zonas más bajas de valles fluviales más o menos pronunciados, que proporcionan una orografía en forma de cubeta. Las ciudades litorales -como Barcelona o València- también suelen sufrir el efecto de cubeta como consecuencia de que a lo largo del ciclo diurno la brisa marina suave (hablamos de buen tiempo meteorológico) hace que el flujo de brisa mar-tierra haga que la dispersión de contaminantes en la cubeta se frene al ser la brisa marina una especie de lo que en el teatro se llama cuarta pared. En particular, los valencianos que viajen por la carretera València-Sagunt, en uno o en otro sentido, pueden ver a lo largo del año que las boinas de contaminación de una y otra ciudad entran y salen desplazándose del mar a la tierra o viceversa según la hora del día.