No hay forma más ridícula de autoengaño que indignarse con las propias exageraciones. Al final de tanto agitar los brazos, con exclamaciones exorbitantes, se electrizan los propios cabellos como si tuvieran delante a la Gorgona. Solo es la propia sombra lo que los irrita. Esa es la impresión con la que escribo este artículo, ya en Reyes, cuando reflexiono sobre mi estado de ánimo tras dos días de intensos debates. En una especie de competición grotesca, los líderes de la derecha han deambulado por la tribuna de las Cortes como las sombras de la caverna, intentando atraer la atención de los espectadores con sus parodias. La idea que pretenden resucitar emerge del subsuelo histórico en que yace, allá por 1936. Por supuesto, creen repetir los tiempos heroicos que invocan. Es el hábito que han heredado. Actores a destiempo, proyectan sobre una sociedad democrática espectros de tragedia.

Todos sus alibis ideológicos se están desmoronando. Erosionan la democracia, ellos que dijeron traerla. Europa les dice por activa y por pasiva que no se puede aceptar la forma en que administran el conflicto catalán. Su rostro moderno se hunde ante declaraciones ignorantes, descaradas y cínicas, como las de la Presidenta de Madrid sobre la contaminación. Ahora tendrán que luchar políticamente y no con fanfarronadas de miles gloriosus de pacotilla. Estoy con Rufián cuando exclama «¡Paremos esto!». En efecto, hagamos inviable esta función deleznable, este teatrillo de aldea. Paremos este tren de la bruja que solo inspira miedo a un niño de pecho. Todo este escándalo intenta esconder que esos dirigentes políticos no tienen nada que ofrecer, salvo miedo. Con su dirección política no se puede gobernar España democráticamente. No es posible gobernarla con fuerzas que no tienen representación política en el País Vasco o en Cataluña. ¿Cómo se puede gobernar este país sin representar a cerca de diez millones de personas? ¿De verdad quieren hacerlo democráticamente?

Comenzamos a intuir que no. Y para hacerlo a pesar de todo están dispuestos a forzar la ley y el poder judicial. Cuanto antes se comprenda que la derecha española no tiene idea política que pueda desplegar democráticamente, con juego limpio, antes se acabará con esta función. Y que no la tienen se descubre en lo siguiente: sólo pueden coaccionar para que con violencia -llamando cobarde al fiel, y valiente al traidor- se cambie el sentido de la representación política. Que el PP del actual Gobierno regional de Madrid se haya convertido en el modelo de la política de la derecha española se descubre en el sencillo hecho de que también en las Cortes se busque un Tamayo. Aquella obscenidad se consintió sin que fuésemos conscientes de hasta qué punto se imponía la clave de la evolución del Estado español. Por eso se arriesgó tanto. A veces, las cosas irreversibles surgen donde menos las esperas. Aquella felonía impuso el modelo de crecimiento de Madrid, su esquema de servicios públicos restringido, su sistema de privatizaciones, su inquietante corrupción.

Si ahora un tomayazo cambiara las cosas a nivel de Estado, tendríamos la vuelta de tuerca que intensificaría todo lo que sabemos: que Madrid seguirá siendo el gran agujero negro que atraería riqueza y población, dejando una España vaciada en la que sola la costa vasca y catalana resistirían con algo más que camareros. Si no se ve que se han roto todos los equilibrios territoriales, generacionales, convivenciales, productivos, ambientales, culturales, entonces se ha perdido todo sentido de Estado. Sin embargo, ahora se confiesa la inviabilidad de un modelo que, para mantenerse, tiene necesidad de alterar el resultado democrático. La búsqueda de otro tamayazo es la confesión de la incompatibilidad democrática de este modelo de gestión de los recursos públicos. Que se esté presionando a Teruel, precisamente a las víctimas de esa forma de entender el poder del Estado, muestra hasta qué punto la derecha ya no puede ser hegemónica. Solo quiere actores débiles a los que pisotear.

En esta hora crucial, es decisivo que se inicie otra tendencia política, comprometida con la democracia más que con cualquier idea partidista. Por eso es tan importante que tengamos un Gobierno. No sólo Cataluña está dividida al 50% de la población. España también. Lo verdaderamente democrático sería, con independencia de las ideas políticas propias, dejar gobernar a quien puede hacerlo y juzgar las consecuencias. Eso hacen los pueblos que confían en sí mismos. La derecha parece echar de menos los tiempos en que se podía pastorear a la ciudadanía a su antojo. Los políticos que no tienen margen ideológico, económico, ni cultural, no pueden imaginar otro escenario que imponer como sea su gobierno. Esa es la prueba de su desesperación y de su escasa legitimidad. Que ni el PP ni C’s ni Vox tienen escenario alternativo, se ve en cómo parecen echar de menos los tiempos de ETA, cuando la estúpida violencia tiránica expulsó del sistema político a cientos de miles de vascos. Ese pasado se añora en un ejercicio de cinismo sin precedentes, que proclama a la vez la victoria sobre el terrorismo y su mantenimiento para inhabilitar al derrotado.

Con esa idea juegan: con que los políticos vascos y catalanes ajenos a sus percepciones no existan. Lo que más temen, dada su incompetencia, es que esos sectores de nuestra ciudadanía vuelvan a la política democrática nacional. La derecha sabe que no puede gobernar si ellos tienen una actitud constructiva. Por eso tiene que demonizarlos, para que pierdan toda esperanza de ser reconocidos como parte legítima del Estado, y así arremolinar en el resto de España un número cada vez mayor de gente asustada. Pero lo que deseamos la mayoría de los ciudadanos, después de años de bochorno, es disponer de un gobierno razonable y sensible a nuestros problemas, mientras que ellos desean llevarnos a un estado de ánimo crispado, exaltado y fanatizado, que únicamente nos haga sensibles a sus cortinas de humo ideológicas, tras las que puedan seguir haciendo negocios y preparar una inestabilidad que lleve a la excepcionalidad. Muy a su pesar, una gobernabilidad adecuada es actualmente el deseo político más intenso, el bien político principal y necesario. La derecha, que no puede gobernar en esta coyuntura, tiene que despreciarlo.

Que con esta mentalidad y esta forma de proceder se digan constitucionalistas, es más bien una broma. Por supuesto que no es una obligación democrática estar a favor de la Constitución de 1978. Creo que nuestra obligación democrática es perfeccionarla legalmente. Por eso es legítimo que el PSOE, asumiendo la legalidad, explore la posibilidad de conjuntar fuerzas democráticas suficientes para hacerla evolucionar en un sentido alternativo a lo que considero como un camino peligroso. España no podrá aguantar la intensificación de los desequilibrios que venimos sufriendo. Así que no son constitucionalistas. Más bien defienden una opción política que, tras la letra sagrada de la Constitución, aspira a superar los pocos obstáculos que quedan para que España se pliegue a su modelo de acumulación de poder, de riqueza, de incultura, de oportunidades, de desigualdades. Ahora hay que construir un Estado que no genere un desierto infinito alrededor de su núcleo central, que no permita que bajo la excusa de un constitucionalismo sin espíritu constitucional se genere un movimiento nacional de unanimidades. Por tanto, se trata de diferenciar entre un constitucionalismo aventurero y regresivo, y un constitucionalismo progresivo, democrático y abierto. El conflicto catalán, con Vox imponiendo la agenda, ya es el conflicto español. El Gobierno Sánchez tiene que salir bien. Es preciso lanzar el mensaje de que no se permitirá que esa agenda de Vox torne la democracia española en una completa farsa. Si hay alguien tras estos políticos del tren de la bruja, gente de mundo que tenga nervios más templados, deberían recomendarles que no pongan en peligro lo ya logrado por nuestro pueblo. Ahora solo hacen el ridículo ante Europa y ante el mundo.