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Los coleccionistas

Nos enteramos de las noticias como nos llegan los regalos los reyes. Alguien las puso durante la noche, sin darnos cuenta, de manera personalizada. Sabía lo que queríamos, porque hemos mandando un mensaje previo a change.org por si acaso. Pero como la mayoría de las veces no cumplimos nuestras obligaciones, recibimos carbón. Existirá una aplicación móvil a través de la cual los Sabios de Oriente sabrán, mediante galletas mágicas, qué deseamos cada uno. Calculará nuestro presupuesto y en cuántas páginas amordazables hemos entrado. La suma de los archivos contables decidirá qué presente merecemos. Sin duda uno bueno, porque el amor al papel impreso y a sus secretos ya no nos resulta familiar. Si no se siente curiosidad por lo que está fuera de los circuitos, ningún problema interesa. Las inquietudes se amansan cuando las meninges se fatigan de saber.

Un antiguo jefe de un medio digital donde trabajé sigue asegurando que el papel ha muerto. Puesto que usted está leyendo sobre esta güija que le comunica con los espíritus de las Navidades pasadas, puedo decir con tranquilidad que su santo coincide con el de un contador de chistes catalán de los ochenta ya fallecido. Nunca se enterará, a pesar de que todo queda en las hemerotecas, se hacen fotos sobre las que se puede subrayar textos jugosos y las habladurías se transmiten sobre cualquier soporte y longitud de onda, porque ya lo dijo Berlusconi, «Lo que no es Trendig Topic, no existe». Aunque el que se tiene que enterar de algo siempre acaba por hacerlo: solo es cuestión de tiempo.

Por ejemplo, si señalo en este diario al falso juez, al futurista espurio o al progresista fariseo que invita a un mundo más sostenible para sus intereses que para los de la mayoría, al grito de «¡Tú, siervo del capital!», tan solo arrancaré en ellos una sonrisa condescendiente. Las palabras de tinta se las traga la pulpa de celulosa. Los escritos digitales, como son volátiles en la aero red, se digieren sin causar acidez ni dolor de estómago. Eso sí, los pobres galeotes de un periodismo que siendo nuevo no alcanza a ser nunca moderno, mitad manual y mitad burocrático, pasan la vida recomendando cada seis meses el eterno artículo sobre los ansarones célebres o sobre el devenir del Palacio de Ripalda.

A dieta del médico de su honra, con un estómago cuya filofisiología es la de digerirlo todo, pocos periodistas aprovechan para proponer soluciones higiénicas invocando a Zoroastro y Cagliostro, a Ermete Trismegisto ni a la escuela de Alejandría y de Salerno. Esto queda para personajes atildados como el Bersinger de la película «Primera Plana» de Wilder -con perdón del gremio- que envejecemos líricamente sin dejar de usar en las redacciones nuestro exclusivo papel higiénico rosado.

En toda esta pesada digestión de la realidad, en conjunto creemos que en el periodismo lo difícil es sostener lo contrario de lo que es evidente. Y en particular, no nos damos cuenta que lo verdaderamente difícil es decir lo que es, sea como sea y en cualquier formato. Por eso vivimos en un mundo que, después de haber pedido a la química todos los milagros, vuelve obscenamente a las raíces de las plantas, a las entrañas de los animales y a los secretos milenarios de los chinos. La cirugía moderna debe fundamentalmente su éxito a la Lidocaína, otro invento providencial que permite a cualquier cretino convertirse en un cirujano. Y dejo aquí en el aire la analogía, no vaya a ser que, con la broma, alguien lo lea casualmente y confunda mi literatura con su realidad.

Estando destinado en Argentina, uno de los más prestigiosamente olvidados periodistas de este país, aseguraba que se podía organizar una huelga general haciendo una orden del día. Entregándosela al diario La Prensa, aparecería en todos los periódicos y los obreros no tendrían más remedio que ir a la huelga. Era una broma periodística siniestra en una época donde conquistar derechos costaba oro y sangre. Menos mal que en nuestro país ya no se sabe lo es una orden del día, ni las empresas guardan oro ni se derrama sangre de obreros si no es por celos y envidias. En todo lo que no es doméstico acabamos siempre por conformarnos.

La mayoría de las empresas creadas con la premiosa necesidad de abandonar lo análogo para adaptarse al futuro acaban por sostenerse por leyes pragmáticas y estadísticas. Se podría hacer estadística en un campo de nabos y deducir cosas interesantísimas sobre la cantidad de semillas que no germinan. Pero, para ser serios y sacar provecho de la variabilidad matemática, este campo se aplica sin apenas compasión a lo humano. No importa que las empresas sean ruinosas a priori, mientras sean de inversión pública y satisfagan las conciencias ciudadanas y el futuro de los elegidos. La cuestión es que el dinero circule y la propiedad se modifique. No como esos anarquistas que van a acceder ahora al gobierno de la nación, que sólo buscan acabar con el concepto de propiedad y de patria para supuestamente repartirlo entre los muertos de hambre. Si se destruye la propiedad ajena es para construir la propia. Y si se destruye la nación es para tunear la tuya. Por eso no hay nadie más honestamente partidario de la propiedad que un ladrón, que antes salvaba sus riquezas en escondites simulados bajo el piso, absurdos lugares materiales sustituidos ventajosamente por la contabilidad creativa en paraísos fiscales y las sicav.

No hay manera de existir en una civilización sin vivir en el delirio. Respiramos con convicción, a pesar de la evidencia nos ahogue. Es lo bonito y lo feo de los humanos. La realidad se sostiene sobre dos palitos no muy convincentes que se mantienen mientras dure nuestra fe. Lo único real, imperecedero y previsible de esta era son los objetos. Esos objetos horrendos no sobreviven a no ser que su inútil antigüedad les haya relegado a una sección cuyo único interés sea el coleccionismo.

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