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La elegancia como virtud a reivindicar

Estos últimos días, a raíz de una circunstancia puntual, he rescatado de mi memoria las deplorables declaraciones de un antiguo alcalde de Granada que manifestó sin rubor que "las mujeres, cuanto más desnudas, más elegantes" y, abundando en el despropósito, que "los hombres, cuanto más vestidos, más elegantes". Recuerdo también que, ante la perplejidad del respetable -que le solicitó una explicación a tamaña patochada- se apresuró a aclarar que le movía exclusivamente el noble afán de asesorar sobre el vestuario más adecuado para poder hacer frente a una ola de calor que padecían durante el estío de 2015 en los aledaños de La Alhambra. Supongo que, en base al mismo argumento meteorológico, consideraría igualmente exportable su ocurrencia al resto de la piel de toro, donde la canícula suele causar todos los años verdaderos estragos. Por lo visto, para el otrora regidor de la bella capital andaluza, el termostato femenino y el masculino varían sustancialmente, más o menos como su concepto de elegancia y el mío, separados por un abismo infinito.

En mi humilde opinión, pocas muestras de ordinariez resultan más patentes que las de aquellas damas cuya carta de presentación por excelencia consiste en lucir atuendos lo más escuetos posible, exhibir escotes desproporcionados y marcar curvas desde el cuello hasta los tobillos. Asumo que cada una es libre de lanzar su oferta anatómica al mercado como lo estime más conveniente (máxime si se dedican a profesiones relacionadas con actividades artísticas) pero, si tengo que elegir un prototipo, me decanto sin dudar por Audrey Hepburn, mi icono de la delicadeza y la distinción.

La elegancia es esa cualidad que nos lleva a elegir lo bello en vez de lo ordinario, lo armonioso en vez de lo desproporcionado y lo sencillo (que no lo simple) en vez de lo ostentoso. Eleva a las personas en lugar de rebajarlas y no va necesariamente unida al dinero ni a la posición social. Y, por descontado, resulta de todo punto incompatible con el desaliño y la suciedad, tan en boga en determinados políticos de nuevo cuño que reivindican la falta de higiene y el abandono físico como estandartes de sus ideologías.

Por alguna razón que se me escapa, proliferan en los últimos tiempos los concejales, consejeros y cargos de confianza que hacen gala de una ausencia total de estética y de modales, abochornando de ese modo a cualquier ciudadano con un mínimo de civismo (incluidos muchos de sus votantes). No me cabe duda de que, entre la esclavitud de la imagen y este actual alarde de chabacanería, existe un término medio. También admito que su aspecto no debe ser en absoluto el principal rasgo a tener en cuenta en un individuo. Faltaría más. Pero, al menos yo, le concedo su importancia.

Lo más triste es que, si me traslado al campo de los discursos, el panorama tampoco mejora. Comentarios ofensivos, actitudes provocadoras y declaraciones amenazantes definen muy negativamente a sus autores y, a menudo, no se circunscriben al ámbito de la libertad de expresión. La cruda realidad es que, mientras unos albergan pensamientos zafios y agresivos, otros (aunque, por desgracia, cada vez menos) se decantan por el equilibrio y la moderación en sus comportamientos. En idéntico sentido, mientras unos optan por ir limpios y vestir con corrección, otros apuestan por la falta de aseo y la indumentaria salida de tono.

A mi juicio, en vez de asociar la elegancia femenina a la desnudez o de recoger las actas de representación municipal en cholas y pantalón corto, nuestros gobernantes deberían dedicarse con la máxima urgencia a ser espejos de la buena educación, la cultura, el respeto hacia los demás, el talante democrático, la capacidad de escuchar al prójimo, la amabilidad, la solidaridad y la sensibilidad, y dejar de avergonzarnos a la mayoría ciudadana con sus exabruptos verbales y sus conductas vergonzantes. Nunca es tarde si la dicha es buena.

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