El nuevo Gobierno ha comenzado su andadura rodeado de ruidos y rumores de índole religiosa. Se conjuran, a la vez, el anuncio de catástrofes ante el gobierno de progreso por parte de los poderes económicos e ideológicos, con la invocación a Dios ante la emergencia nacional por parte de algún jerarca eclesiástico, y el prejuicio ilustrado ante el sentimiento religioso por parte de una cierta izquierda.

Hay un abuso de la catástrofe que produce miedo, parálisis e impotencia. En la última década, los recortes sociales y las limitaciones de derechos han ido precedidos de malos augurios y peores presagios. «Si no renunciáis a conquistas logradas, será inevitable la crisis». «Si no os apretáis el cinturón, el país llegará al precipicio». Es comprensible que los cambios sociales y políticos susciten alarma ante la pérdida de poder, incluso que los fabricantes apocalípticos sean los poderes económicos con sus élites, que ven socavados sus dominios. Justo lo contrario sucede con el uso bíblico de la apocalíptica, que se le consideraba un grito de resistencia de quienes ansiaban un cambio radical, un canto sanador de la impotencia de quienes esperan un futuro alternativo. Cuando grupos católicos se aúnan a los poderes económicos y políticos en el cultivo apocalíptico ante la llegada de un gobierno de progreso e ignoran que son portadores de Buenas Noticias, traicionan el sentimiento religioso y la racionalidad social.

Al solicitar de las comunidades y parroquias, que supliquen a Dios que evite la emergencia nacional, se convierte a Dios en un huésped conservador. ¿Y si Dios estuviera hospedado en las afueras y fuera un militante de los derechos humanos y un aliado de las vidas dañadas? La fe religiosa está más interesada en defender la vida que en levantar vallados. Todo parece indicar que Dios no oyó sus súplicas y plegarias porque tiene una agenda diferente, que está aliada con la gestión democrática y cree que los asuntos humanos se llevan mejor mediante decisiones participativas ¿No será que anda comprometido con los procesos civilizatorios? ¿Alguien con buen criterio puede entender que el rostro de la Iglesia tenga mayor afinidad con los usos autoritarios y patriarcales de los Imperios y con la organización feudal de la convivencia, que con el sistema democrático?

En justa correspondencia, sería deseable que la visión progresista superara sus prejuicios seculares con respecto a la espiritualidad, atea o religiosa. Es curioso que la única referencia que hubo en el debate de investidura por parte de la izquierda fue para contraponer la flexibilidad de la política a la rigidez de la religión, «¡No somos una religión!», «¡No somos curas!» añadía con razón el diputado. ¿Quiénes le dieron motivo al diputado para pensar que la religión es rigidez e intolerancia? Hay creyentes que no dejaron de estar conectados a los clamores del tiempo y a las comunidades que viven y luchan, y de este modo impidieron que la Fe fuera un bloque monolítico e inalterable que no conoce la vacilación, la duda o la perplejidad. Tenía más razón Unamuno cuando dijo que la fe conoce la duda que el diputado Rufián cuando la hace inamovible. Las constantes apelaciones del papa Francisco a abandonar la auto-referencialidad, colocarse en posición de salida y derribar cercos mentales y trincheras sociales o políticos no han llegado al imaginario colectivo. En lugar de fortalecer los bandos irreconciliables, la Fe se valida hoy en promover personas co-implicadas y aliadas en los verdaderos combates de nuestro siglo: reducir las desigualdades y promover la justicia, minimizar el sufrimiento evitable y maximizar el bienestar de todos y todas, erradicar la pobreza y vencer las enfermedades, emancipar la mujer y respetar la Tierra, sembrar de motivos y de fraternidad los caminos de la humanidad. Para estos combates se necesitan movimientos sociales y partidos políticos, argumentos científicos y sabidurías mundiales, alternativas comunitarias y servicios de proximidad, y también confianza en la bondad y belleza de la fe cristiana.