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Maite Fernández

Mirando, para no preguntar

Maite Fernández

Quejarse hasta hartarse

Párate y piensa. ¿Cuántas veces te has quejado en los últimos días? ¿Cuántas cosas te han molestado y has reaccionado lamentándote en voz alta? La queja forma parte de la vida, dicen los psicólogos; quien no llora no mama, dice el refranero popular. Todos nos lamentamos a diario por un sinfín de cosas, por nuestros pequeños o grandes problemas del día a día. Despotricamos contra el tráfico o las obras de la ciudad, vociferamos contra el maldito ordenador que no descarga con la velocidad que necesitamos para terminar el informe. Protestamos por la suciedad de las calles al mismo tiempo que tiramos la colilla al suelo. Indignados ante la espera en el centro médico para pedir la receta del paracetamol. Llegamos incluso a chillarle a la televisión cuando escuchamos alguna de las necedades con las que nos deleita la política declarativa a la que quieren que nos acostumbremos… Tenemos derecho a quejarnos, faltaría más.

El problema viene cuando esa necesidad de desahogo se convierte en un vicio incontrolable. Cuando se convierte casi en un mecanismo con el que pensamos que el problema se resuelve. Se convierte en un hábito del que ni siquiera somos muy conscientes pero que puede llegar a hacernos mucho daño y a dañar a quienes tenemos alrededor.

Tenemos derecho a quejarnos, por supuesto. Pero el lamento no tiene siempre un efecto positivo. Hay quejas que nos ayudan a recibir ayuda para encontrar una solución al problema que nos hace perder los nervios, pero hay veces que esa queja nos carga de energía negativa y nos provoca un estrés innecesario que hacemos extensivo a quienes nos rodean.

Un proverbio hindú dice: «Si no eres feliz con lo que tienes, tampoco lo serás con lo que te falta». Entonces, si nos quejamos porque hace frío y también cuando hace calor, ¿qué es lo que queremos? Las propias palabras que empleamos para lamentarnos de todo lo malo que nos rodea nos deprimen aún más. Un lamentable circulo vicioso del que es imprescindible salir.

Vivimos en un mundo con demasiadas quejas y poca acción para solucionarlas. Esto es especialmente verdad en nuestro país. Somos artistas del lamento del «tirarle la culpa» al otro (el jefe, el empleado, el vecino, el alcalde, los políticos, los periodistas, la banca…) sin hacer demasiado para salir del disgusto. «Nos quejamos por la misma razón por la que no actuamos, y percibimos un beneficio al hacerlo» dicen los psicólogos. En efecto, al quejarnos adoptamos una postura infantil y cómoda.

Pues ya vale de lamentos. Tenemos un Parlamento elegido entre todos, que ha designado al presidente. Tenemos el primer gobierno de coalición de la historia democrática y una oposición casi tan fuerte como la suma de grupos que promovieron la investidura. Motivos, todos, para que cada uno este satisfecho: unos porque pueden promover sus propuestas para dirigir el país, los otros porque pueden llegar a bloquearlas. ¿Satisfechos? No, todos nos seguimos quejando por las formas, pero no entramos en el fondo para acercarnos a la solución.

Los grandes avances se inician cuando alguien se queja, se revuelve, se manifiesta en contra. Pero sólo es el inicio. La insatisfacción lleva a la queja, pero laqueja no puede ser el fin. No basta con manifestarse. Hay que plantear alternativas, soluciones.

Quejarse demasiado suele tener consecuencias negativas que olvidamos con frecuencia: crea mal ambiente, genera estrés, favorece un estado de ánimo negativo y nos vuelve pasivos evitando que busquemos soluciones. Si alimentamos esa nube toxica todo será motivo de queja. Podemos quejarnos hasta hartarnos.

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