Allá por 2006, tras anunciar ETA un alto el fuego permanente, escuché de un cargo público de la Generalitat: «¡Ahora tendremos diez años más de Zapatero!» La frase me dejó petrificado. En aquellas palabras se encerraba un sentimiento partidario tan exacerbado que no pude por menos que pensar algo que me sigue carcomiendo: la limitada convicción de una parte de la derecha para sostener que, sobre la importancia del poder institucional, se eleva la del fortalecimiento de la democracia.

En las últimas semanas hemos asistido a escenas que me han recordado aquel momento. En particular, me sonrojan las que han provenido del principal partido de la oposición. De un partido que llegó al gobierno gracias a Convergencia i Unió tras el pacto del Majestic. Que, hace apenas ochos años, seguía pactando con esta misma formación acuerdos de apoyo mutuo. El mismo que, en tiempos del señor Aznar, reconocía a ETA, por boca de éste, como Movimiento Vasco de Liberación Nacional e iniciaba contactos secretos con la organización terrorista.

No, no reprocho que, en cada momento, se hayan abierto cauces de exploración y diálogo para resolver la gobernabilidad y atender las primeras inquietudes de la ciudadanía. Eso es lo que le pedimos a la política: que desinflame los problemas de la sociedad atendiendo sus intereses generales. Lo que repugna es ese empleo selectivo del tiempo histórico, la hipocresía oportunista que reinventa ahora una especie de virginidad ajena a los muchos esqueletos escondidos en el armario.

Aun a riesgo de pecar de ingenuo, sería bueno que esa parte de la derecha reflexionase a fondo sobre su estrategia opositora. España ha acumulado una amplia cartera de asuntos, pendientes de solución, que nos anclan en el siglo XX y nos alejan del siglo XXI. Calidad democrática, mercado de trabajo y paro, equidad interpersonal, educación, igualdad de oportunidades, investigación, innovación y digitalización, competencia empresarial, pensiones, violencia machista, longevidad, sanidad y dependencia, cambio climático, futuro de Europa… La lista podría extenderse, pero lo enunciado es por sí mismo suficientemente expresivo como para darnos cuenta de que seguir esterilizando nuestro tiempo supone un despilfarro insostenible para el avance del país.

De esa reflexión que sugiero forma parte la irrelevancia del PP en Cataluña y el País Vasco. Resulta difícil entender que un partido de dimensión española quede reducido a las cenizas en lugares que suman cerca de 10 millones de personas. ¿Fallan esos 10 millones o falla el partido? ¿Es factible que sea un partido integrador e inclusivo de la pluralidad cuando adopta, de facto, la opción de ganar votos en algunas partes de España, inyectando fobias hacia otras como moneda de cambio?

Désele una oportunidad al nuevo gobierno, desde la crítica, pero no desde la negación de su legitimidad, como ya ocurrió en 2004. Entonces, voces viscerales atribuyeron la victoria «ilegítima» del PSOE a los terroristas de Atocha. Ahora, a un sector del independentismo catalán, obviando que, por primera vez, es una España mayoritaria, plural en lo social y en lo territorial, la que ha decidido que ese gobierno exista. Una España que dice no, legítimamente, a la distribución de beneficios y sacrificios que se ha dado en el reciente pasado, aspira a ser un país europeísta y decente, sin complejos ni corruptos, y reitera su negativa al proyecto recentralizador de quienes toman la Plaza de Colón como símbolo de la única España patriótica deseable, aunque excluya a más de la mitad de los españoles.

Reconozcan sus errores y no se contagien más tiempo del fracaso de aquellos poderes, concéntricos al político, ansiosos de ser la mano que mece la cuna del gobierno. Los que han probado sus artes de brujo con la elevación y posterior caída de Ciudadanos. Con la introducción de esa saga de separadores, llamada VOX, que retroalimenta el independentismo y niega amplias partes de la Constitución pese a incluirse, -o dejarse incluir, por ganapanes y oportunistas-, en el autoproclamado bloque constitucionalista.

Una derecha inteligente y del siglo XXI, europea y autónoma, merece ser mucho más que la voz de la intransigencia. ¿O acaso es ese gen bilioso el que expresamos la gran mayoría de los ciudadanos, incluidos muchos de sus votantes?