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Las cuentas de la vida

Púgiles

El combate político no se da sólo entre la derecha y la izquierda o entre los partidarios del 78 y los que quieren desbordarlo, sino también -y de forma casi íntima- entre los dos pesos pesados de la izquierda: Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. El PSOE y Podemos han sumado sus fuerzas en un pacto natural, aunque incómodo y de innegables rasgos cainitas. Se trata de un lugar común en la historia (de Caín y Abel a Rómulo y Remo), en el cual la pasión por el poder se mezcla con la desconfianza, el miedo y los instintos asesinos. Sánchez e Iglesias son maestros en el arte de la propaganda, ambos -cada uno con sus armas- saben cómo construir un relato que se imponga a la sociedad, los dos sospechan el uno del otro y se miran con resquemor. Los dos aspiran a la hegemonía cultural de la izquierda, conscientes de que es ahí donde se juega ahora mismo la contienda de las ideas. Iglesias ha exigido ostentar un perfil internacional a fin de que se le abran las puertas de Europa y para ello cuenta con el control de la Agenda 2030, que es algo así como el decálogo de la modernidad. Sánchez lo contrarresta con un despliegue de vicepresidencias a mayor gloria suya: cuantas más haya, menos contará y menos visibilidad tendrá cada una. Para hacer frente al temor económico que suscita el comunismo -no olvidemos que Garzón, ministro de Consumo, se ha identificado como tal-, los representantes de la ortodoxia financiera -Calviño y Escrivá- mantienen el control de los presupuestos y de las partidas clave. Si Podemos es el fruto maduro del 15-M, el nuevo PSOE de Sánchez tiene menos que ver con la socialdemocracia clásica que con las nuevas políticas de izquierdas alumbradas en España precisamente durante el 15-M: partidos de izquierdas que apelan más a los instintos de las clases medias urbanas que a los intereses obreristas. Ser de izquierdas ofrece hoy un regusto indie inseparable de la cultura pop.

Sánchez e Iglesias deben conjugar su acción de gobierno o, por el contrario, acabarán tirándose los trastos a la cabeza como consecuencia de la descoordinación y de su afán de protagonismo. El griterío de la derecha favorece la consolidación del pacto de izquierdas, ya que nada une más a dos adversarios que ser objeto de ataques continuos por parte de un tercero. Y, al contrario, un centroderecha suave en las formas -aunque firme en sus principios- resaltaría el pugilato abierto entre los dos líderes de la izquierda. Porque al final, con una economía aún en marcha, serán los errores políticos sobre asuntos ideológicos -el acuerdo territorial, el papel de la justicia, la agenda identitaria, la fiscalidad medioambiental, la ampliación o la restricción de las libertades, la memoria histórica- los que definan el futuro de este gobierno. Y también el de la izquierda.

Al final, la política es inseparable del ego de sus protagonistas. Y, en una época definida por la atención constante desde los medios y las redes, cualquier paso en falso puede ocasionar un traspié de consecuencias imprevisibles. Conviene recordarlo porque a la derecha española le urge contar con un proyecto que ofrecer al país. O, lo que es lo mismo, tener algo valioso que decir más allá de los tópicos consabidos. Y a esto debería dedicar sus esfuerzos, a la espera de que los errores no forzados del gobierno empiecen a alimentar sus expectativas de voto.

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