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Al margen

El hijo que volvió en un tarro

Esta columna está dedicada a la familia Cardona de Alboraia. De inicio a final. Por su dolor, por su paciencia, por el maltrato sufrido, y por el coraje de recordarnos como nos tratan las instituciones públicas cuando cometen fallos. Como en el accidente del metro, como el de Spainair, como el de Avia....Después de 17 años, por fin los Cardona han podido recuperar los restos -pocos, pequeños, frágiles pero parte de él- de su hijo, un sargento del ejército español que murió en el infame accidente del Yakolev- 42, la mayor catástrofe sufrida por las Fuerzas Armadas Españolas en misiones de paz. 61 militares y un guardia civil perdieron la vida en suelo turco por las malas condiciones de un avión cuyo mantenimiento había recibido las quejas de los mandos (la caja negra ni siquiera funcionaba), y el agotamiento de una tripulación exhausta que llevaba más de 23 horas de vuelo. Tras la tragedia llegaría el segundo horror: los fallos de identificación en prácticamente la mitad de los cuerpos. ¿Se imaginan el dolor y la pesadilla que supuso todo ello a las familias?

El miércoles, la periodista de este diario Laura Ballester, hablaba con Francisco Cardona sobre su hijo, Francisco José Cardona Gil, horas después de que trascendiera que los restos hallados en Turquía eran de su vástago. De la conversación se pueden extraer muchas cuestiones pero a mi hubo una reflexión que me llegó al corazón, y por ende al alma. Cardona, con esa mirada triste de la que nunca se puede desprender quien ha sido mutilado en lo más profundo, explicaba que «las cosas podrían haber sido muy distintas si hubiéramos tenido el mismo trato humano que hemos recibido en los últimos dos años» y narraba, con pocas palabras, como un trámite burocrático puede ser algo más si quien lo dirige tiene empatía y humanidad. Se refería a la titular del Juzgado de Central de Instrucción de la Audiencia Nacional, María Tardón, quien les entregó «en mano y en una comparecencia muy emotiva» celebrada en la sede judicial, los restos de su hijo.

Y una cosa me lleva a la otra, y de Cardona paso a Beatriz Garrote quien, durante años, insistió en lo reconfortante que para las familias del metro hubiera sido escuchar una simple y humilde palabra de quienes hubieran podido y debido pronunciarla: perdón. Y pienso en que somos pequeños, muy pequeños. Pequeños frente a la fría administración; pequeños ante la memoria colectiva tan olvidadiza; pequeños frente la potente versión oficial del que manda y tan pequeños, tan pequeños, como el pequeño tarro que ya tiene por fin en su casa Francisco Cardona diecisiete años después.

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