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Le pido cien días al Gobierno

Sólo hay consenso en que la situación política es difícil. A algunos les gusta, incluso. En esta tormenta perpetua ha irrumpido, con su claridad, la última obra de Daniel Innerarity, "Una teoría de la democracia compleja", aconsejable para quien quiera hablar de política y obligatoria para todo político serio. El texto tiene la capacidad de reconocer inmensos problemas para, desde ellos mismos, alentar esperanzas. Las democracias, argumenta, han sido sentenciadas por los agoreros desde que nacieron, y aunque han tenido eclipses, su historia es de avance y éxito. El mayor peligro, dice, no son ideas siniestras, sino la simplificación a la que quieren someterla unos y otros, cuando lo importante es reconocer el incremento de la complejidad del mundo para incorporarla a la propia acción institucional. La ansiedad de algunos nace de su angustia por simplificar, de la ignorancia de la que presumen. Así, el empeño por equiparar lo que pasa ahora con los años 30 del siglo XX es posible porque se desdeña analizar las condiciones históricas de aquella época en comparación con las actuales. Todo eso no significa desconocer las dificultades, sino enfrentarlas desde la verdad -por provisional que sea- antes que regocijarse porque ofrecen un marco en el que algunos pueden surgir airosos: los "buenos" de esta interminable película, adornados de valores morales autoproclamados y vanos. Mal estaremos, pero a peor iremos si en vez de pensar en alternativas nos solazamos en el lamento.

Traigo esto a colación porque, desde estas líneas, me parece intelectualmente estimulante abordar algunas de las señales emitidas por el nuevo Gobierno del Estado. Los cien días de rigor -siempre que no sean de rigor mortis- se los concedo gustoso. Y trescientos, si me los piden. Imagino ahora a los nuevos gobernantes arrastrando un pesado carro en un cenagal y sé de sus dificultades objetivas para reordenar lo desquiciado. Y les doy cuatrocientos si se trata de estabilizar, para corregir, las líneas de fractura que la derecha ultramontana, los que quieren que España sea Polonia. Nadie que apoye al Ejecutivo, que se siente copartícipe de la mayoría parlamentaria, puede dudar en esto. El problema es si la acción de Gobierno torna en imposible que esa confianza se materialice en solidaridad positiva. Dicho de otra manera: bien está que las izquierdas mancomunadas armaran un discurso electoral basado en el miedo -justificado- a la ultraderechización. Pero otra cosa es que ese sea su único argumento para justificar cualquier decisión.

Las primeras medidas sociales me gustan. Y el cambio de sensibilidad sobre Catalunya. Y la energía para responder a los embates ultras. Soy un firme partidario de situar en el centro de la vida política la gobernabilidad. Los Gobiernos deben ser los principales actores, porque gobiernos fuertes son los únicos capaces de reequilibrar las heridas sociales en favor de los más vulnerables y de resistir el asedio de los más fuertes. Ese papel, mal que les pese a algunos, no lo puede hacer el Parlamento. Y el Poder Judicial ni siquiera se ha planteado su papel como poder de un Estado, pero de un Estado social. Ahora bien, para que el Gobierno pueda, perdurable, sosteniblemente, cumplir esa función sin desangrarse en el camino, ha de ser un "Buen Gobierno", según una concepción que arranca desde el siglo XIV aproximadamente, y que significa que la forma en que se gobierna, a medio y largo plazo, es tan importante, o más, que el contenido de las decisiones. No es cuestión de "estética", ni siquiera de "ética" -aunque puede serlo-, sino de construcción de la hegemonía. La mujer del César acabó injustamente repudiada, pero su ex fue asesinado y la República murió. Ojo con las simplificaciones: no fue la apariencia lo que trajo el desastre sino la ingobernabilidad.

Buen Gobierno, así, significa atender en las decisiones al problema mayor de la política actual: su descrédito. La suma de buenas medidas granjeará apoyos efímeros, pero o el Gobierno intenta relegitimar la democracia o a las derechas ya les irá bien con las acusaciones, más o menos fundadas, de manipulación institucional o, en definitiva, la reiteración de que "todos somos iguales". La responsabilidad del buen gobierno no puede detenerse en el cumplimiento estricto de las normas jurídicas: esa es la reducción positivista y cobarde del Estado de Derecho que hacen las derechas. Se trata de reconocer los nuevos ámbitos de complejidad para articular otros segmentos de lo democrático. O, si se prefiere, de hacer de la "integridad" una palanca poderosa en la acción de gobierno -poco hay sobre integridad, austeridad o transparencia en el Pacto, por cierto-.

Hay que intentar redimensionar el "momento deliberativo" de la democracia: que no todo dependa de la brutalidad de las redes. Pero eso comienza porque la forma de los mensajes que emita el Gobierno, su propio relato, no parta de la idea de que todo lo que hace es inevitable porque el adversario es montaraz. Lo es, pero si juega su juego, perderá. Se pueden hacer las cosas de otra manera y no como se ha hecho alguna estos últimos días. Porque, si no, a medio plazo, el Gobierno comenzará a nadar en un vacío y se agudizarán sus contradicciones internas. Para motivar apoyos activos de la sociedad civil hay que emitir mensajes de cambio en la forma democrática. Y eso no pasa por tensar el lenguaje a base de gestos: que no fabriquen chistes que contará Vox. La comprensibilidad de los discursos también es un objetivo democrático.

Por eso me atrevo a pedir al Gobierno que a "los nuestros" nos dé, por lo menos, cien días de respiro; cien días para presumir de que las cosas son también diferentes en el ámbito que comento. Porque el aforismo que pretende que el color del gato no importa, que lo importante es que cace ratones, es, sencillamente, falso: el color sí que importa. Y una de las causas de la crisis política de la socialdemocracia es seguir sin entenderlo en una época liquida, de inseguridad cultural y globalización de los temores, en la que la generación de alianzas es, a la vez, más difícil y más necesaria que nunca.

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