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Los optimistas

La gran diferencia entre los extremismos de la derecha y de la izquierda es que sus objetivos, de origen económico aunque luego bajo impulsos emocionales, han cambiado con el paso de los tiempos. El objetivo de la izquierda extremista ya no es el de acabar con el gran capital y los opios del pueblo sino salvaguardar los muy pocos muebles que le quedan al escaparate de los derechos y deberes fundamentales. Los que sacan los tejidos coriáceos siempre frescos de la momia de Lenin a relucir estos días han olvidado que, en los años 70, italianos y franceses rechazaron el modelo desarrollado en la Unión Soviética, se aproximaron a la clase media capitalista y aceptaron el modelo parlamentario de diversos partidos. Y, fuera de Europa, existe un país que usa todos los recursos comerciales y económicos del sistema capitalista ultra liberal bajo un gobierno comunista que, como souvenir del gran timonel Mao, sigue utilizando sin complejos la siempre práctica censura de la prensa. La extrema derecha ya no protesta por que las grandes direcciones de la industria, los reyes de la especulación, los dueños de los monopolios y de los trusts puedan ser judíos. Y aunque se interesen por la religión tanto como yo me intereso por la bolsa, ahora los deicidas son las mujeres feministas, los derechos de género, los que advierten del cambio climático o los que piden respeto con los animales.

La calumnia es un instrumento polémico demasiado cómodo para que la gente renuncie a él. Los argumentos empleados contra estos derechos, equivalen a los de la Papisa Juana, al proceso de Galileo, a la venta de indulgencias, a la noche de San Bartolomé, usados para calumniar a la iglesia. En materia de fanatismo, que no tiene signo político pues sirve a cualquiera, el dogma infalible es este: creer en lo peor. El nuevo ultra derechista es un individuo que tiene los mismos defectos que le reprocha a los demás. El pequeño comerciante ario tenía las mismas astucias del pequeño comerciante judío, al que despreciaba, y las mismas que el grande, a quien temía. El maltratador de mujeres les atribuye a estas la misma violencia hacia los hombres, y goza de proyectar sobre ellas la imagen de sus propias bajezas, obviando las diferencias sociales que suelen existir entre ambos sexos, para exaltar el derecho a la igualdad que en fondo desprecian, comparando una lacra social de terror con casos aislados. En la educación de los hijos primará su deseo de que la Tierra sea plana o de que la educación infantil pase necesariamente por la moral religiosa más rancia.

Los más despiadados con los derechos sexuales de los demás, y que acusan a otros de promiscuos en el bar, son los que defienden a una manada y aseguran de paso que una mujer puede ser tan proclive al sexo sin amor como un hombre; son los mismos que se quejan de que a las mujeres no les gusta follar, los que hablan de polvazos, los estafadores de las relaciones, los que se han quedado solos, los explotadores de úteros extra familiares, los que espían a hurtadillas en el baño el pene de los demás para saber si están entre el rango o indagan en los mensajes de teléfono de su pareja. Para ellos gritar «¡Puta !» o «¡Maricón !» «¡Comunista!» es un desahogo, una liberación, una purificación. Es verter en holocausto los propios pecados sobre una víctima expiatoria. El periodista honesto, el farmacéutico que no vende glicerina mezclada con pepino como un remedio nuevo, el juez que no se embolsa los billetes de mil que le deslizaron en un sumario, el abogado que no procura que los hermanos riñan para manejar sus asuntos, el señor que no trata de viajar en primera con un billete de segunda, el joyero que ofrece oro y vende oro, no están en contra de los derechos de los demás. El seductor inseguro sí, y llama feminazi a la mujer que se dio cuenta de su juego y de su carácter intolerante.

Pondrán en duda todo: las listas de la violencia machista son el mismo truco fotográfico que se usó para mostrar a los muertos de hambre en Mauthausen; preséntales la estadística de personas agredidas por mostrar públicamente su afecto hacia una persona de su mismo género o los refugiados por su orientación sexual y te hablará del archiconocido lobby gay; háblales del testimonio de la primera mujer que contó públicamente su continuo acoso y te dirá que no está probado que su asesinato tuviera algo que ver con este hecho. Cuéntales acerca del dolor, del inmenso dolor que supera a las estadísticas, a los fármacos, al abrazo de los amigos, y te mirarán con una sonrisa de sorpresa, como si trataras de enternecerles acercándoles un filete de anchoa o enredarles un trozo de cinta de doble cara. He oído resumir el drama de la vida de muchas de estas personas con cuatro palabras. Y cuando todo esto acabe, porque tiene que acabar algún día, ¿creen que la ordinary people se acordará para siempre de estas penalidades? Por un año, o dos quizá. Se organizarán excursiones a algún monumento que se erija para la ocasión, con el fin dar escalofríos a grupos histéricos, y las llamarán púdicamente peregrinaciones.

Cuando la clientela busque otra clase de emociones, de las que se exhiben en los programas llamados sarcásticamente para mujeres, construirán encima del monolito un estadio, una vía de ferrocarril, un rascacielos y ninguno se acordará de lo pasado. La única solución es asimilarse, asimilarse todos con sencillez de corazón, sin preguntarse qué dirán los padres, sin pensar en lo que se abandona, sin avergonzarse delante de los demás, asimilarse y seguir tu camino sin echarle la culpa a Dios, y cambiando con los que son como tú una compasiva mirada de inteligencia. No sólo compasiva hacia ellos, sino también hacia ti.

Lo del nacionalismo y la política lo dejaremos para otro día: baste recordar que los primeros que le rieron las gracias al joven Hitler fueron los empresarios, incluidos los empresarios judíos, que temían perder sus privilegios frente a la preocupante subida del comunismo. A ellos les dio tiempo a escaparse en trenes, aviones, barcos y coches. Los que sufrieron la persecución, el acoso y la muerte fueron los de siempre, los que no tenían más recurso que quedarse y sufrir mansamente y, cómo no, algunos optimistas.

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