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La RAE y el consejo de ministras

En la mayor parte de los discursos se dirigen a «ciudadanos y ciudadanas», «vecinos y vecinas» o «trabajadores y trabajadoras». Todavía recuerdo al lendakari Juan José Ibarretxe convocando a los «vascos y vascas». O a la diputada Carmen Romero arengando a los «jóvenes y jóvenas». O a la ministra Bibiana Aído inventando el inolvidable término de «miembras».

La RAE defiende que esta tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en sus formas masculina y femenina se fundamenta en argumentos extralingüísticos y va en contra del principio de economía del lenguaje. Por esa razón, dicha institución encargada de la regularización del idioma español (y que acaba de aclarar que no es «gramaticalmente aceptable» hablar de Consejo de Ministras si en el Gobierno hay ministros varones, tal y como hicieron recientemente la diputada de Galicia En Común, Yolanda Díaz, y la número dos de Unidas Podemos, Irene Montero, en la toma de posesión de sus cargos) recomienda explícitamente que se eviten estas repeticiones, dado que generan dificultades sintácticas y de concordancia, amén de complicar sin necesidad tanto la redacción como la lectura de los textos.

Se entiende que el lenguaje es una creación cultural y que, como tal, refleja contextos sociales, prejuicios antiguos y visiones dominantes de la Historia. No obstante, aunque es una obra forjada durante siglos, por fortuna no es inmutable y todos sus usuarios la hacemos evolucionar un poco cada día, de tal manera que existen expresiones que, por ofensivas, caen en desuso. Ya no decimos minusválidos sino discapacitados, puesto que nadie es menos válido como persona por el hecho de faltarle un brazo o una pierna. Tampoco aludimos a crímenes pasionales, despojándolos así de esa aura romántica que adornaba lo que, simple y llanamente, es un asesinato machista. Ni nos referimos a los homosexuales como invertidos, ni a los estafadores como gitanos.

Sin embargo, dichos conceptos figuran en el Diccionario de la Real Academia Española porque forman parte de nuestro acervo y ocupan un hueco en nuestro legado literario. No es de extrañar, pues, que los expertos en la materia se alarmen ante la posibilidad de que sean los titulares de un ministerio, una consejería o una concejalía quienes pretendan dictar las normas o indicar las pautas sobre la utilización del idioma. En la lengua española no coinciden sexo y género y, guste o no, el plural genérico es el masculino. ¿Cabe rebelarse contra ello? El hecho cierto es que tal realidad desencadena ahora no pocos conflictos a aquellos que desempeñan el oficio de la escritura o se dirigen verbalmente a nutridos auditorios. Yo, como ferviente enamorada de las palabras y por muy loable que sea el objetivo de fondo, opino que enfrentarse a una de las reglas principales de nuestro idioma común haciéndolo más complicado en vez de más sencillo no es razonable, máxime cuando dicha medida no cuenta además con un amplio consenso entre los hablantes.

Probablemente no deban ser los señores académicos los únicos llamados a innovar el lenguaje, sino quienes somos sus propios usuarios. Ya se encargará la magna institución de admitir a posteriori tales cambios cuando se hayan asentado en el habla popular. Dicho lo cual, dudo mucho que se consolide este artificioso lenguaje tal y como está planteado, es decir, mediante la obligatoriedad de repetir los artículos, los nombres y los adjetivos en ambos géneros. O retorciéndolo sin piedad para evitar los plurales. Sin ánimo de polemizar, creo que, en vez de condenarnos a ser ciudadanía en lugar de ciudadanos o vecindario en lugar de vecinos, resultaría bastante más útil que nuestros dirigentes emplearan sus energías en acciones realmente efectivas contra la discriminación de los sexos y la violencia de género. Al menos yo, como mujer profundamente comprometida con la igualdad real, así lo espero.

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