Todavía impresionado por la Exposición de los dibujos de Goya en El Prado, reflexiono un poco sobre la intensa polémica que viene agitando la diversa percepción de la historia española. Más allá de discusiones eruditas, podemos hacernos algunas preguntas. ¿Tendríamos que desdeñar el testimonio de Goya? ¿Qué tendríamos que pensar acerca de él? Esa España negra ¿solo estuvo en su cabeza? ¿Solo en sus ojos? Es verdad. A veces Goya tiene vocación de cronista o de historiador. Refiere sucesos que acontecieron cien años antes de que él los dibuje, como ese linchamiento del alguacil Lampiños, pero otros aparecen dibujados bajo la cláusula inapelable de «yo lo vi». La obra de Goya, en su conjunto, tiene un innegable efecto de producción de presencia, como diría Gumbrecht. No hay manera de mirarla sin sumergirse en la vida histórica que representa. Esa inmersión es a veces agradable, como cuando da testimonio de la sencilla alegría de la gente en las praderas. La vida más humilde no está exenta de ella, cuando expresa decencia.

Pero si reconocemos a Goya esta capacidad de producción de presencia en las escenas festivas, ¿cómo negársela en los dibujos que nos presenta esa España negra? Cierto, hay una ley en Goya. Cuanto más negro es el asunto, más tendencia a la abstracción; más telones oscuros descubrimos en el fondo, de los que emergen las sombras monstruosas, presentidas, temidas, como si en esas oscuridades se estuvieran formando los monstruos. Por lo general, cuando se observan las series en su evolución, de esos fondos acaban emergiendo los más inquietantes personajes de Goya, esos testigos que observan la escena con naturalidad, aprobación y cierto regocijo. Esta aprobación de las escenas tenebrosas ofrece una dimensión diabólica a estos personajes, que proceden de las viejas celestinas que gustan de ver consumada su obra. Gozarse del mal, de la miseria, del vicio, del oprobio, eso denotan esos testigos que se esconden en la sombra. La abstracción es así un escudo protector, la irrupción de un tabú que ordena no acercarse, no mirar el rostro de Satán. Sería un nuevo Noli me tangere.

Se trata del mal desplegado por la sociedad, encarnado en el cuerpo anónimo de una masa informe, despersonalizada, apiñada, como esos cuerpos fusionados que siguen el estandarte forjando una masa pétrea, fusionados en el tosco movimiento de un cuerpo rocoso, sensible solo a las imágenes del pastor. Cuando el mal se encarna en alguien concreto, Fernando VII por ejemplo, Goya lo mira cara a cara y no le importa dibujar al mismo Satanás. La abstracción desaparece y el dibujo adquiere la fuerza figurativa de una pesadilla. De este modo, los dibujos más abstractos adquieren la condición de una sociología. Sin embargo, lo que nunca es abstracto en Goya es el cuerpo sufriente. Los empalados, los engarrotados, los encarcelados, los cuerpos de los caballos y los toros, los de hombres despedazados, los de mujeres humilladas, se despliegan con una nitidez concreta. La consecuencia de la abstracción del mal recae sobre los cuerpos concretos como violencia.

Vemos así que Goya es un sistema, no una mirada impresionista. Es una teoría, no una improvisación. No es eso último cuando repite una y otra vez el dibujo de un reconciliado por la Inquisición, con sus sambenitos y capirotes, sus motes y confesiones. Entonces registra de forma pormenorizada los posibles motivos de su desgracia, no los oficiales, como herejías o apostasía, sino sencillamente tener lengua, tener otra alma, hablar, desear libertad, bienes básicos del ser humano perseguidos por el Tribunal. Que Goya dispone de una teoría se percibe cuando comprendemos, como nos muestra la propia Exposición, que sus dibujos se organizan en series, que cada uno ellos conoce una evolución creadora y que el proceso reflexivo es esencial.

De este modo, tenemos ante nosotros una crónica social completa, fruto de una voluntad de ver, pero de ver con el alma, no con los ojos. Su capacidad reactiva, así, no es solo la propia de la pupila, del instante, sino la de su ser entero, forjado en una comprensión del mundo. Su desdén, su desprecio, sus distancias, su asco, pero también su alegría de vivir, como cuando dibuja esas lavanderas tendiendo y hace que el aire mueva sus faldas, marcando sus torsos con una plenitud presentida. Todo emerge desde una voluntad de verdad que agita toda su existencia. Mírese el retrato de su hijo, realizado justo antes de partir al exilio, si se quiere apreciar hasta qué punto podía llegar a iluminar su mirada desde el amor, idealizando al joven con una pretensión de eternidad, de memoria viva, que presiente los sufrimientos de la soledad que el padre tendrá que superar contemplando esos apresurados pero inmortales trazos. No vengamos con que Goya lo veía todo negro. No. Sabía distinguir entre luces y sombras. Y lograba hacerlo de un modo inigualable, diferenciando qué expresión merecía una cosa u otra.

Desde esa perspectiva su mundo es ilustrado, anclado en valores firmes y sencillos, pero radicales. Lo que no podemos decir de su obra es que fuera resultado del capricho perceptivo. La realidad, sin embargo, lo era; arbitraria, infame, violenta. No era solo la española. Cuando en Burdeos encontraba un detalle digno de censura, lo registraba. Por eso su voluntad fue incansable, como confiesa el título de la Exposición. Y por eso ese viejo que a duras penas se mantiene en pie todavía quiere aprender, y representa el hambre de realidad, de mirar y de captar de este hombre incansable.

Ortega dijo que éramos un pueblo de pintores porque éramos un pueblo adamita, que quiere empezar da capo en cada generación. Hay que venir a esta Exposición para darnos cuenta de que no es así. También el arte de mirar tiene tradiciones y herencias. Cuando analizamos los primeros dibujos de Goya, que reproducen los cuadros de Velázquez, descubrimos un Goya feliz de aprender, de identificar su arte, de imitar al maestro e incluso de superarlo. Miremos con atención esa copia de El triunfo de Baco. Resulta increíble la capacidad de identificar personalidades, caracteres, actitudes, con apenas unos trazos. No hay menos vida psíquica en esas pequeñas figuras a lápiz que en los impresionantes lienzos de Velázquez. En ambas obras de arte apreciamos muchas de las actitudes místicas de los personajes del Greco, ahora desprovistas de toda voluntad de transfiguración, carentes de sublimidad, como desnudas expresiones materiales de la ebriedad.

Nadie, de ninguna generación hispana, fue adamita en la percepción de las negras realidades patrias que, tozudas, se empeñaban en perpetuarse a través de los siglos. Desde El Lazarillo a Valle (¿qué es Divinas Palabras sino una grandiosa ékfrasis de los dibujos de Goya?), pasando por Velázquez, Goya, Zuloaga y Buñuel, todos hemos sido enseñados a ver eso que nos produce repulsión. Esta mirada tiene su tradición, su estilo, incluso su manierismo, y deberíamos preguntarnos si podemos apreciarla como una mera idealización estética de lo negativo, o si más bien este arte hiperrealista brota del anhelo de algo más digno y más puro. Creo que este es el caso de Goya.

Solo tenemos que identificar aquel dibujo en el que ha deseado proyectar su sentido de la dignidad. Presenta a un hombre encadenado, pero ni las cadenas son sórdidas; su rostro noble, su oscura vestimenta, su gesto concentrado y estoico, la luminosidad que irradia, la resignada elegancia con que sobrelleva su desgracia, todo indica que el pintor se identifica con el personaje. Sabemos quién es y debemos preguntarnos por qué Goya le dedicó este sobrio dibujo. Fue Diego Mateo Zapata, el médico sefardita de Murcia. Al igual que él en su madurez, sus padres fueron condenados por la Inquisición, pero él lograría estudiar medicina en València. Murió en 1745. Goya escribió un motivo en su dibujo, Tu gloria será eterna. Quizá sea hora de preguntarnos por qué lo creía así y por qué se equivocó tanto.