En 1878 el Gobierno presentó un proyecto de ley de enseñanza: concedía amplias prerrogativas a la Iglesia y le permitía inspeccionar las escuelas públicas en materia de dogma y moral según la "doctrina". Los obispos protestaron. No sólo porque el mismo hecho de legislar daba primacía al Estado, sino porque creaba una enseñanza obligatoria que violaba el derecho de los padres a decidir si sus hijos debían ir a la escuela o no. Creían, al parecer, en un "derecho al analfabetismo" fundamentado en las creencias. Vengo a contarlo porque lo que la Constitución consagró en su artículo 27, dedicado al Derecho a la Educación, y que incluye garantías institucionales y previsiones organizativas del sistema de enseñanza, fue un pacto con la Iglesia, dueña y señora del adoctrinamiento legítimo y representante en el cielo de la derecha española. No me entusiasma. Pero rompió el ciclo infinito de conflictos radicales que habían contribuido al atraso de España, porque el conocimiento se miraba con desconfianza por las élites. Hemos tenido problemas, pero lo que ahora subyace al intento de censura de la vida escolar es el mayor ataque a ese acuerdo, esencial para la reconciliación de la Transición. Es asunto importante, pues. Y sin embargo no me preocuparía demasiado: las leyes y la jurisprudencia del TC hacen inviables las fantasías eróticas de Vox y Casado en esta materia -¿por qué hablan de doctrina si quieren hablar de sexo?-. Lo que me preocupó es ver a una Ministra aludiendo a la propiedad de los hijos. Y a otra cualificada cargo del Gobierno "bromear" con el 155. Eligieron los peores contraargumentos, promoviendo en las redes una nueva hoguera de vanidades y amplificando los argumentos del neocarlismo. Dicen que es el inicio de una "guerra cultural". Si así es que Dios nos coja confesados€ si no establecemos unos principios acerca de cómo contender en estas cosas.

El teólogo del siglo XVI, Lorenzo Scupoli, ya afirmó en su "Combate espiritual", refiriéndose al demonio, que "Si el enemigo te propone algún razonamiento falso o argumento sofístico, guárdate de disputar con él". Sabio consejo cuando la extrema derecha va a intentar construir su almoneda de ideas a base de provocaciones. Para que tal estrategia fructifique requiere que los demócratas y la izquierda entren al trapo. Por supuesto que el diálogo público requiere de respuestas ajustadas, pero no de montar una fiesta de refutaciones a cada ocurrencia. Porque entonces la sociedad ha de optar entre dos posiciones cuando, como ocurre ahora, lo propuesto no es una posición legítima, por ir contra la Constitución y las leyes, sin pretender su reforma, bajo manto de superioridad ética. La democracia no puede sobrevivir si los demócratas no son prudentes. A la derecha ya le va bien con el ruido.

Es inevitable el conflicto por el avance de algunas ideas. Pero los demócratas no pueden imitar a la reacción cuando entienden que vencer significa imponer. En materias que se refieren al "mundo de la vida", que diría Habermas, a lo pre-jurídico, a lo enraizado en el sentido común de la tradición, de lo que se trata es de construir consensos sociales. Porque, si no, no hay victoria posible. Aunque ello implique paciencia. Entre otras cosas porque lo que hay que procurar es que la cobertura legal de algunos valores avance, pero de tal manera que ese consenso blinde luego a la norma para que se ejecute. Ante esa dinámica de cambio, las derechas juegan a plantear sus cruzadas pisando el freno y la marcha atrás. Pero disponen de centros de reflexión, fundaciones o Universidades Católicas dedicadas a preparar su ideario, a empaquetarlo simbólicamente y a educar cuadros sociales, culturales y políticos. Las izquierdas se empeñan en irse a la guerra sin Estado Mayor, sin ideas profundas, confiando sobre todo en su propia bondad y en la capacidad de algunos para vociferar en las redes y en la Sexta. Esto no sólo es peligroso políticamente, sino que puede dar la razón a algunas ideas reaccionarias: la banalización de los discursos y la dualidad como forma de entender la política favorecen tendencialmente a la derecha. Igualmente lo hace la extrema fragmentación a la que la izquierda somete a la realidad, agrupando las bellas causas culturales en objetivos cerrados, mientras que la derecha establece líneas cohesivas más amplias y lanza a la opinión pública ideas y valores genéricos, capaces de aglutinar a mayorías.

La derecha recurre con cínico desparpajo a una palanca de gran prestigio y versatilidad: la libertad. La libertad, en España al menos, en algún momento fue de izquierdas. Siempre ha preferido la igualdad, pero desde hace muchas décadas, desde que comprendió que el corazón de la barbarie también latía en las esperanzas de la Revolución, las izquierdas aprendieron a no desligar la libertad de la igualdad, porque si no existe, la igualdad degenera en jerarquías corruptas que también destruyen la igualdad. Pero desde que las izquierdas prefieren dispersar su relato en torno a muchas igualdades, la libertad se convierte en un incordio, porque muchos conciben el castigo, y la coerción implícita en lo políticamente correcto, como la única vía para que las identidades igualitaristas puedan avanzar. La democracia, además, no sabe muy bien qué hacer con la libertad cuando se pone a hablar de la emergencia climática o de los pactos con las generaciones futuras. Este panorama converge con la poca atención prestada a los discursos científicos en la construcción de programas políticos, porque así se debilita la racionalidad de las elecciones posibles y se abre la puerta a la arbitrariedad y a la trivialidad del sentimentalismo. La política naif es el caballo de Troya de la derecha en la guerra cultural.

La única respuesta plausible, a medio y largo plazo, a la irracionalidad soberbia a la que nos va a someter la decrepitud de Vox y PP y la pobre, triste, cobarde agonía de Ciudadanos, es más democracia. Y más democracia es más política, más lógica política, más voluntad de hegemonía, más conocimiento aplicado, más pensamiento estratégico, más control de los tiempos, más habilidad para forjar cuadros -que antes de saber usar las redes tengan algo que decir en ellas-, más capacidad (auto)crítica, más imaginación para formar alianzas, más conocimiento del mundo, más sentido del humor.