Hasta los ciegos ven la estrategia de Vox. Hasta los sordos escuchan los ecos que esa estrategia produce en el PP. Puede que los fanáticos sigan este camino, pero nadie que maneje algo real y de importancia lo hará. Cualquier actor social, en la medida en que esté orientado por la responsabilidad y la prudencia, además de por el realismo, tendrá que apostar por confiar en los mandatarios que haya designado la ciudadanía por lejanos que le parezcan, antes que guardar esperanzas de que un grupo de aventureros llegue al gobierno. Eso explica que antes de un mes gobierno, sindicatos y patronal hayan llegado a un acuerdo razonable sobre el salario mínimo, y que en conversaciones con Yolanda Díaz, una ministra seria y valiosa, se encaminen a eliminar lo peor de la Ley de la reforma laboral.

Que ante esta noticia la oposición de Vox haya reaccionado con un rabia manifiesta, sacando el tema del pin parental, testimonia que ya ha comenzado la época de los políticos aventureros. Que Vox lo haga no sorprende a nadie. Es el seguidismo del PP lo que resulta increíble. En lugar de responder con opciones alternativas respecto de la agenda (ya sea el salario mínimo, ya la evidencia de que Guaidó haya decepcionado las expectativas dentro y fuera de Venezuela), ha optado por colaborar en el clima de excitación artificial, con temas que no constituyen una prioridad de la sociedad. Que el portavoz de educación del PP de la Comunidad de Madrid haya sido silenciado, tras recordar con razón que sólo un caso de entre más de un millón de alumnos haya planteado un problema respecto de las diversas actividades educativas realizadas en los centros públicos de la Comunidad, muestra hasta qué punto los dirigentes máximos del PP en Madrid se comportan como una marca blanca de Vox.

La política de aventureros comienza cuando alguien elige la posición más radical posible y espera que en el otro lado se escuche solo la radicalidad contraria. La idea es que cualquier posición intermedia desaparezca. Fernando Vallespín escribía con sentido sobre esto el domingo, pero conviene reflexionar sobre el problema. El esquema procede de Carl Schmit, cuando aseguró que solo en la radicalidad hay verdad. Puede que en otras esferas de acción sea así, pero no en política. Sin embargo, no veo que la posición extremista de Vox sea respondida por el extremismo contrario. No veo que las posiciones razonables sean despreciadas e ignoradas, como parecía sugerir Vallespín. Por el contrario, hay que mantener la esperanza de que el malicioso extremismo comience a responderse con la radicalidad de lo razonable desde infinitos rincones de España y desde diversos estratos de la ciudadanía.

Si alguien quiere comprobarlo, que mire en las redes sociales los informes, comentarios, análisis y respuestas que ha merecido el veto parental. Ha sido impresionante. Cualquier observador razonable concluirá de ello que los líderes de Vox no tienen ni idea de la cotidianidad de la vida educativa española, ni de las relaciones de las AMPAs con los centros, ni del sentido de las actividades escolares educativas complementarias. La reacción de educadores, de padres y madres, de agentes implicados en esas actividades complementarias, de periodistas y analistas, ha sido ejemplar, y ha sepultado en un clamor de razones la arbitrariedad de la propuesta y las noticias falsas sobre las que se ha basado. De todo ello se deriva que hay un intenso interés en la educación de los niños y las niñas, y que la opción de Vox solo ha sido vista como una intolerable politización del proceso educativo.

No tenemos la seguridad de estar haciéndolo bien del todo en la educación, pero tenemos la seguridad de que el pin parental lo empeoraría todo. Hay razones para que niñas y niños escuchen la voz autorizada de expertos sobre diversos problemas, como tabaquismo, alcohol y otras drogas, violencia, expresividad de emociones, educación sexual, nutrición, el tacto y el respeto en las relaciones humanas, ludopatías, pornografía, videojuegos, herramientas digitales, etc., además de que escuchen la voz de sus padres y madres, y de sus maestros y maestras. Si no confiamos en la sociedad y sus actores plurales -muchas veces ese personal experto son psicólogos, médicos, psiquiatras, psicoanalistas, policías especializados- entonces iniciamos un camino hacia la fractura social, la formación de burbujas sectáreas y la vida basada en dogmas. Nadie que tenga principios sólidos temerá confrontarlos con otras opciones. Nadie pensará que una deliberación más ya es innecesaria. La educación no puede entenderse salvo como una acción compleja que reclama cooperación.

La familia debe tener su palabra, e incluso podría ser la decisiva, pero desde luego no la única. Ningún progenitor ignora que no existe mayor influencia que la del ejemplo de vida. Afortunadamente, la teoría, las opiniones, los dogmas, no generan modos de vida por sí mismos. Solo la práctica vital lo hace. Los progenitores se hallan inmersos en las contradicciones de la vida de tal modo que mantienen autoridad relativa sobre los hijos. Eso que se llama complejo de Edipo incluye una actitud crítica a lo que padres y madres representan. Hace tiempo que el filósofo Lessing ya sugirió que dejáramos de preocuparnos de la ortodoxia. Solo la ortopraxis es relevante. Eso es lo educador.

Ahí la familia es indispensable, y Vox haría bien en preguntarse por las condiciones que deben cumplir los progenitores para llevar a cabo esa tarea educadora. Sin comprender lo que es de verdad la comunicación ética (Kierkegaard tiene reflexiones decisivas sobre esto), será imposible llevarla a cabo.

Si lo que sabemos sobre educación relativiza por inútil el adoctrinamiento y el dogmatismo; si esto ha tenido eficacia en la historia por la propaganda y el miedo; si es ineficaz en una sociedad abierta con fuentes de información plurales, ¿a qué se debe que Vox promueva esta consigna? Por su estrategia de radicalización y división, desde luego. Pero hay todavía otra razón determinante, y es su obediencia a la agenda de la alt right norteamericana. Sin embargo, una reflexión bastará para comprender que esta agenda es ajena a nuestra percepción del mundo. Nosotros no tenemos un sentido de comunidades excluyentes como el que se tiene en algunos lugares de América. Nuestra sociedad no se ha formado así. No vemos una completa separación entre comunidades autogestionarias, ni aspiramos a reducir el Estado a mera agencia de seguridad. Tenemos la voluntad de influir sobre el Estado para configurar su voluntad general alrededor de un denominador común que garantice la igualdad y la libertad común. No pensamos la vida social como un cuerpo fracturado sin capacidad de reflexionar sobre una posible verdad que mejore a todos.

Esa agenda no prosperará en Europa y no lo hará en España. Nadie confiará en un diseño en el que la sociedad se disuelva en diversos grupos dogmáticamente unificados, mudos y sordos entre sí, sin capacidad de examen de sus pretendidas verdades, mirándose con recelo, sin posibilidad de influirse recíprocamente y de ofrecer a los demás grupos su percepción, de tal manera que cada uno de ellos mejore su verdad desde la conversación común, el respeto y la tolerancia. Por suerte, los europeos tenemos demasiada arraigada la tradición que comprende la verdad como un proceso de búsqueda continua, como para sentirnos seguros con supuestas posiciones definitivas. Somos un pueblo viejo, somos escépticos con las teorías, pero no con las prácticas de la verdad. No nos dejaremos engañar por políticos aventureros. El problema central de estos políticos es que cada vez deben ofrecer más carnaza para calmar el fanatismo que ellos producen. Da igual por dónde empiecen, tendrán que desplegar una política de escalada. Nadie sabe dónde acaban estas políticas cuando echan a andar. Que nadie crea que los fascismos, los racismos, los totalitarismos estuvieron conformados desde el principio. Comenzaron por elementos que dividían a la sociedad y acostumbraron al público a la sensibilidad fanática. Sólo cristalizaron al final de procesos de escalada. Los aventureros que comenzaron el juego tuvieron que ser cada vez más fanáticos, hasta llegar al límite. Por eso el mayor esfuerzo social ha de ser contener y denunciar a los aventureros desde sus primeros pasos.