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Maite Fernández

Mirando, para no preguntar

Maite Fernández

¿Dónde va a parar la basura digital?

Móviles con apenas 18 meses de vida útil, portátiles o tablets que desechamos a los 3 años, relojes inteligentes que miden hasta la calidad de nuestro sueño. Cables, baterías, electrodomésticos… Toneladas de desechos “digitales” llenos de chips y microprocesadores que van a parar a vertederos del tercer mundo. Así es como recicla el primer mundo la mayor parte de los gadgets con los que trabajamos, almacenamos nuestros recuerdos, nos comunicamos, nos informamos o simplemente nos entretenemos.

Según las estimaciones del Fondo Monetario Internacional, en 2018 se generaron (generamos entre todos) casi 50 millones de toneladas de residuos electrónicos. Y ¡ojo! Porque para 2050, dicen, llegaremos a los 120 millones de toneladas entre televisores, frigoríficos, ordenadores, móviles o los coches que no queremos. Cada uno de los habitantes de Europa producimos al año 17,7 kg de residuos digitales. Solo el 20% se recicla debidamente. El resto, cerca de 40 millones de toneladas, van a parar a vertederos de África, la India o Tailandia.

Desde mediados de los años 80 Alemania, EEUU y Canadá empiezan a exportar residuos a Asia, particularmente al mercado chino. El negocio era redondo, los occidentales nos librábamos de nuestra basura tóxica y un puñado de empresarios chinos encontraban un fantástico negocio extrayendo de los aparatos los metales valiosos como el oro, la plata o el plomo. En los países asiáticos se ha generado toda una industria alrededor del reciclado. Aunque China empezó a vetar distintos tipos de desechos en 2017, todavía es fácil colarlos en el gigante asiático y mucho más sencillo en Indonesia o Tailandia. La e-basura parecen encontrar ahora su paraíso en países subsaharianos como Nigeria o Ghana.

¿Cúal es el problema? La forma en que se recicla. La forma en la que se manipulan estos residuos es muy peligrosa, sin controles ni medidas de seguridad. Cientos de jóvenes, a diario, se ocupan de “desintegrar” estos aparatos a cambio de un salario ridículo que apenas les da para subsistir. Lo hacen de manera manual, y así entran en contacto con particular de metales pesados como plomo, mercurio, cadmio, cobre o cobalto. Lo que consiguen, sobre todo, son afecciones respiratorias, problemas en la vista o la piel, problemas inmunológicos … cáncer. Ellos se contaminan, y se contamina su entorno. La basura electrónica es uno de los problemas ecológicos de los que menos se habla. Pero existe y va en aumento: una batería de níquel cadmio de un teléfono contamina unos 50.000 litros de agua, un sólo televisor ensucia 80.000 litros de agua con sustancias metálicas, plomo y fósforo.

Desde 1992 la Convención de Basilea de Naciones Unidas regula el tránsito de desechos peligrosos entre países y prohíbe que los Estados desarrollados envíen estos residuos a países en vías de desarrollo, porque no cuentan con las infraestructuras necesarias para una correcta gestión de reciclaje. Pero el tráfico continúa. En la definición de qué es basura reside buena parte del problema: los países ricos no mercadean con basura, exportan productos reutilizables. Incluso en ocasiones se presentan como donaciones para países en desarrollo. Nunca se ha llegado a definir exactamente qué es basura electrónica y, en el momento en que un dispositivo puede repararse, técnicamente, ya no es basura. Y así se evitan los controles de desechos y los importadores pueden argumentar que su objetivo es reutilizarlo. ¿A qué precio?

El tsunami de basura electrónica es un gran negocio para algunos y un riesgo para muchos. Reciclar puede resultar costoso, pero es absolutamente imprescindible. Los gobiernos deben regular y controlar. Los ciudadanos debemos concienciarnos del problema y facilitar el reciclaje legal. Pero los primeros responsables son los propios fabricantes de este tipo de aparatos. En sus manos está conseguir diseños que faciliten la gestión de estos residuos. Si son capaces de innovar para crearlos, deben poner su ambición y su empeño en conseguir que puedan convertirse fácilmente en materia prima para usarse de nuevo.

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